Mi pueblo es precisamente ese lugar ancestral sumido en el anonimato y por tanto eterno ya que las cosas que no tienen nombre, carecen también de edad.
Bueno, nombre sí tiene, pero su historia es muy confusa como el propósito mismo del comunismo soviético que cambió el orden de las cosas dándoles un rumbo hacia un porvenir mejor, más luminoso, que sin embargo nunca llegó.
El comunismo soviético borraba las identidades nacionales y personales, adaptaba a la pronunciación eslava topónimos y apellidos o pura y simplemente los traducía al ruso. La rusificación de los pueblos dominados se llevaba a cabo de manera concienzuda y metódicamente con el objetivo de formar un solo espacio rusohablante, culturalmente indivisible. De ahí que encontrar actualmente las raíces de tu origen es una tarea harto complicada, muchas veces prácticamente imposible.
Como el mío hay cientos de pueblos por toda la república de Moldova que conservaron su anonimato arcaico desde la época en que el ser humano era un desconocido servidor de Dios y no bautizaba con su apellido calles y plazas. Solamente algunas construcciones llevan el nombre del maestro que los hubiera ejecutado, especialmente aquellas que de alguna manera han ido sirviendo para el aprovechamiento de la comunidad: algún pozo o un simple cobijo donde resguardarse contra el mal tiempo. Desde luego carecen por completo de cualquier valor artístico.
La era soviética no trajo consigo ningún embellecimiento patrimonial particular, la existencia abordándose siempre dentro de un marco muy sencillo sin excesivos adornos. La preocupación por lo bello se puede observar, no obstante, en la proyección y construcción de las casas donde maestros lugareños -mi abuelo, a quien no llegué a conocer, entre ellos- trataban de armonizar, de alguna forma, lo práctico con lo estético.
Estos elementos perviven hasta el día de hoy y se ofrecen discretamente a la mirada del visitante atento a ellos: arcos encima de la puerta principal, arquitectura delicada de encajes que enmarcan las ventanas, pintados de distinto color que el resto del conjunto, columnillas decorativas con función de soporte.
En el interior las casas también se adornaban, se pintaban las paredes y se recubrían de alfombras o tapices tejidos manualmente con hilos de lana. Guardo muy viva en la memoria la estampa con mi abuela dando vueltas rápidas al huso en la mano derecha y con dos dedos de la mano izquierda formando el hilo que iba extrayendo paulatinamente del copo de lana insertado en la punta de la estaca transformándolo poco a poco en ovillo.
Con estos hilos, en las jornadas frías y con mucha nieve de invierno, cuando por la tarde venía el lobo a inspeccionar por las ventanillas heladas el interior de los hogares, se tejían en el telar, al calor de la estufa con horno donde también se guisaba la comida y se horneaban las hogazas de pan casero, alfombras y alfombrillas, mantas, colchas, cobertores, edredones y sobrecamas, todo ello de varios tamaños y formas.
Se comía poco y no se despilfarraba nada. Lo que no acababa de comer el hombre, terminaba en el buche del perro o cerdo. Las migas de pan, mămăligă (polenta) y queso acababan siendo picoteadas por las gallinas, patos, gansos y pavos. Se rezaba más que insultaba, seguramente porque Dios estaba prohibido y había que proteger su existencia. Las bebidas de la alegría no se compraban sino que se hacían en casa, mayormente vino en el sur y centro de la república, y rakiu (aguardiente) en el norte.
Había asimismo cierta predilección por la crianza de los animales domésticos; más ovejas por el norte y menos por el sur donde el rumiante favorito era la vaca.
En el camposanto -que sigan viviendo ciertas palabras- se puede adivinar el pasado glorioso o anónimo de un pueblo.
El verano pasado, como varios veranos anteriores, fui con mi madre a limpiar de hierbajos el lugar donde están enterrados mi abuelo, mi abuela, un tío, hermano de mi madre, y una tía, su esposa. En el camposanto -que sigan viviendo ciertas palabras- se puede adivinar el pasado glorioso o anónimo de un pueblo. Mi abuelo talló su propia cruz funeraria, con cincel y en piedra maciza. La piedra es la principal riqueza subterránea de esta zona. De hecho, el nombre de mi pueblo, Chetroșica Nouă (“Piedrecita Nueva”), parece estar vinculado con la existencia de este recurso natural muy explotado en la época soviética en construcción y recubrimiento de caminos.
Como la de mi abuelo, hay otras cruces hechas de la misma piedra, pero más antiguas y más pequeñas. Reposan, algo inclinadas, sobre los lugares que guardan lo que ha quedado de los cuerpos sin nombre de los allí enterrados, conservando intacta, a pesar del tempo transcurrido, su blancura inicial.
No lejos de la plaza central, donde se encuentran la tienda, el bar restaurante y la parada de autobuses, hay un pequeño square que sigue conservando en su interior un monumento prefabricado, grande y bastante feo, dedicado al Soldado Soviético Desconocido, Liberador en la II Guera Mundial. Mi pueblo no trató de borrar, hasta ese momento, su pasado soviético, como ocurrió en muchos otros lugares del antiguo espacio perteneciente a la URSS, considerándolo también parte de su identidad.