Rumanía que huele a tigre
Es un relato que escribí hace trece años, en 2011. Me lo publicaron en un blog que desapareció por un tiempo y volví a encontrarlo en un portal de noticias relacionadas con la literatura. Después de leerlo, me pregunté que es lo que ha cambiado en estos once años.
Habitualmente reviso lo que vuelvo a escribir, pero este texto lo retoqué muy poco porque me hizo gracia su estilo. Salvo la introducción que me pareció innecesaria y algunos fragmentos que añadí para matizar los recuerdos.
En 1997, cuando obtuve mi primera beca de estudios en Madrid, me preguntaron de dónde soy. Dije que soy rumano. Ah, rumano, de Bulgaria, de Budapest ¿verdad? No, de Rumanía, de Bucarest.
En Rumanía el crío más tonto de la clase sabe que París es la capital de Francia o que Roma es la capital de Italia. Les suena Napoleón, Cristóbal Colón, Hítler o Mussolini. En cuanto a Rumanía, tengo la más absoluta certeza de que ni se la menciona en los libros de historia occidentales. Y con razón: los rumanos no salieron de su casa para conquistar otras tierras. Se quedaron en ella para defenderla, bien o mal, de los turcos o tártaros. Dime quién es tu enemigo y te diré quién eres. Si al menos hubiéramos luchado contra Francia, España o Austria, viejas naciones de Europa.
“Esto huele a tigre”, dijo una vez un español, inspector en el ministerio me parece, que viajó al país de Drácula para visitar las secciones bilingües. Entiendo que es una expresión que se usa cuando algo molesta con su mal olor. Hablaba de Bucarest, de la habitación del hotel en que se alojaba, de los ámbitos a los que había sido invitado. Le doy toda la razón a este distinguido occidental: la ciudad está sucia, maloliente, destartalada.
En 2000 o 2001 cuando yo era jefe de Departamento de Español, conocí a una chica valenciana, una “enchufá” según me explicaron luego, hija de una concejala en el Ayuntamiento valenciano o algo así, que venía a dar clases de castellano en el centro bilingüe donde soy profesor. Miraba todo y a todos con cara de mucho asco y enorme espanto. ¿Pero qué país es este? ¿Adónde he llegado? La pobre no aguantó y se largó a los pocos días. Dudo que vuelva a pisar esa tierra que ella vio tan miserable y gris.
Me hallaba en un hotel de París y había cogido el ascensor para subir a la habitación. Justo antes de que se cerraran las puertas automáticas se me unieron dos muchachos de color de casi dos metros cada uno.
Añadiré al texto anterior que los dos llevaban shapkas rusas en la cabeza porque era diciembre y París estaba a diez grados bajo cero. El hotel se hallaba a dos calles de distacia de las Galeries Lafayette y la mayoría de los inquilinos eran de origen árabe o africano.
Uno de ellos me preguntó en la lengua de Moliére de dónde soy. Contesté que de Moldavia. No lo entendió. L’Union Soviétique, dije. Ah, La Russie. Me miró con respeto. Vladimir Putin, vodka etc. Me dio una palmadita amistosa en el hombro. A lo mejor sólo quería cerciorarse de que la cazadora de piel que acababa de comprarme tenía buen material.
Cada día me levanto a las 6 de la madrugada y voy, atravesando muy contento ese espacio geográfico sometido a intrepretaciones tan variadas, al instituto donde enseño a mis alumnos la lengua de Cervantes. La mayoría la aprenden con mucho gusto, leen con facilidad o la hablan con soltura cosa que, después de 17 años de experiencia, aún me asombra. Son alegres y dicen que aman el país en que viven. Como han nacido aquí a lo mejor no notarán ese olor a tigre que, en la opinión de los caballeros occidentales que nos visitan, lo impregnaría todo.