Casas deshabitadas
Hace algunas décadas, cuando en el espacio donde yo nací aún se producía de todo, construirse un hogar decente no le costaba a nadie los dos ojos de la cara.
Las casas moldavas siempre fueron modestas pero acogedoras. Calurosas en invierno y frescas en verano. Recuerdo al respecto una frase del Príncipe Myshkin, en “El Idiota” de Dostoyevski. El personaje dostoyevskiano echaba de menos el invierno ruso a pesar de ser muy duro porque en Rusia nunca se ahorraba en calentar el interior de las viviendas. En cambio en el occidente europeo era al revés: hacía menos frío fuera, pero dentro la calefacción nunca estaba al completo y la sensación incómoda de no llegar a calentarse era constante.
Algo similar me pasó en Madrid hace casi tres décadas cuando España aún concedía becas de investigación a profesores. Era diciembre. Y como hacía muy buen tiempo, solía pasarme los días paseando porque la calefacción en el apartamento donde vivía se encendía por la tarde, los muros externos eran muy delgados y las ventanas de aluminio tenían una sola hoja y cerraban mal.
Pero a lo que contaba. Actualmente las cosas han cambiado de manera radical. Ahora cuesta lo mismo construir una casa en mi pueblo que en el suelo español o en cualquier otro lugar de Europa.
Bueno, excepto que uno prefiera edificar su vivienda como lo hacían nuestros ancestros: barro mezclado con paja, moldeado en adobes empleados para levantar las paredes. O bien barro apisonado entre estacas trenzadas hasta llegar el muro a la altura requerida. No muy elevada para ahorrar esfuerzo, pero tampoco modesta por no parecer un insulto a la estatura de la persona.
Paja, barro, estacas, junco para el tejado había en abundancia en una comarca como la mía. La mano de obra la constituían los propios familiares y los vecinos. Para puertas y ventanas hacían falta carpinteros que no faltaban en la zona. Obra de su maestría son las puertas y ventanas de la casa de mi abuelo que mi tío Petru renovó últimamente con mucho cuidado y gran cariño. Y también con mucho dinero, por supuesto.
De modo que por una casa, que a lo mejor ha costado cien mil euros terminar de construirla, no te van a ofrecer más de diez mil al proponerse venderla. Y eso si tienes suerte.
Cientos de miles de moldavos han abandonado, en las últimas décadas, su tierra natal y se han marchado a otros países de Europa y del mundo en busca de un futuro mejor para ellos y para sus hijos. Atrás quedaron hogares vacíos que vieron crecer, medrar y sucumbir a varias generaciones. Padres y madres, abuelos y abuelas, hermanos y hermanas te miran aún en actitudes serias desde fotos colgadas en las paredes. La tierra que los alimentaba y que guarda los restos de sus ancestros ahora resulta que no vale gran cosa. Abandonada, se devalúa porque nadie muestra especial interés en habitarla.
En cambio en aquellos rincones del mundo que fueron elegidos como destinos de partida su coste no paró de crecer hasta límites exorbitados sencillamente porque allí acudían en masa. Los moldavos vendieron al por mayor objetos de elaboración artesanal, alfombras, carros de caballos, ajuares y herramientas de trabajo a astutos especuladores que conocían su precio evaluado únicamente en cifras. Los comerciantes, turcos, sobre todo, llenaban camiones y camiones con esos bienes baratos al comprar porque se vendían y caros al venderlos después a coleccionistas porque se buscaban y compraban.
Los moldavos desbarrataron fortunas de propietarios en su tierra natal para lograr sueldos de empleados en el extranjero
Un negocio inferior desde todos los puntos de vista. Muchos moldavos desbarrataron reales fortunas de propietarios en su tierra natal para lograr sueldos de empleados en el extranjero.
Las casas deshabitadas, cada una con su historia particular de vidas y muertes entre sus paredes, se han quedado calladas. Parecen estar a la expectativa de inquilinos que las ocupen algún día como ocurre en la naturaleza entre animales que aprovechan las guaridas desalojadas para adueñarse de ellas. Y en ese momento poco va a importar ya a quien hubieran pertenecido.
Triste realidad de los migrantes. Hablas de tu país y me parece oír hablar del mío.
Efecto, todo ello, de los asì llamados intereses geoestratégicos. Un abrazo muy fuerte, compañero. Gracias por leer y comentar.
Lo triste es cuando se vacían zonas del interior del propio país para ir a zonas costeras superpobladas. Es un camino inexorable.
Eso ha pasado en España, Italia, Alemania. El éxodo moldavo es hacia el exterior, cortándose casi por completo las raíces. Los hijos de los emigrados ya no hablan la lengua de sus padres y madres.