A veces tengo un sueño. Un mismo sueño que se repite bajo diversas formas. Es sobre el regreso a un pasado que no añoro, que sólo respeto porque es mío. En este pasado viví, nací, me eduqué, fui feliz a mi manera como lo somos todos; felices a nuestra manera que aunque nos parezca que no nos corresponde, no tenemos otra.
En mi sueño vuelvo allí de donde partí porque alguien decidió que el lugar de mi nacimiento tenía que desaparecer, tenía que irse al carajo. Y a pesar de que me doy perfectamente cuenta de que el hecho es una monstruosidad -crear países artificiales es una arbitrariedad igual de irresponsable que destruirlos ya que el proceso fabrica destinos que después se destruyen, con consecuencias desastrosas para los seres humanos que poblaron este espacio artificialmente creado- reconozco que así tenía que ser, que el desastre era necesario para enderezar los errores que se cometieron en el pasado. Al parecer sólo el sufrimiento puede redimir otro sufrimiento.
Porque la creación de un estado como la Unión Soviética fue un proyecto equivocado pero que surgió de la necesidad de un cambio radical en el rumbo de la historia de aquel momento.
Pero a lo que iba.
En mi sueño vuelvo a este pasado claustrofóbico con la conciencia de haber recobrado una libertad que a mí y a tantos como yo nos fue negada; eran otros quienes decidían por nosotros lo que teníamos que hacer, cómo vivir, en qué pensar, qué decir, por qué reír o llorar. En mi sueño tengo que ser profesor en la escuela donde estudié casi diez años mientras duró mi formación obligatoria para obtener el título de estudios medios previstos por el sistema educativo soviético. Es decir que debía dar clases a aquellos alumnos que éramos en aquel entonces, que debía ser compañero de los profesores que tuve, recorrer de nuevo los pasillos del edificio, salir al patio que en mi sueño parece un lugar siniestro. Y al despertar tengo una sensación reconfortante de inequívoco alivio. ¡Qué bien!, me digo en ese momento. ¡Qué bien que estoy aquí y no allí! ¡Qué maravilla que sólo sea una pesadilla, que no sea una realidad!
Esto es lo que siento.
- Aparentemente la vacunación no es obligatoria pero el negarse acarrea consecuencias: se prohíbe viajar en avión, es decir se pone límite a la libertad de desplazamiento, la más anhelada por todos desde la caída de los muros del totalitarismo comunista, y se nos dice que no podremos ejercer nuestro trabajo porque podemos poner en peligro la salud de los demás.
Pero las cosas han empezado a cambiar también en la realidad. Han empezado a cambiar de una manera que a uno que ha vivido ya ciertas congojas y pesadumbres sin poder definirlas -es esta, desde luego, la peor manipulación de la razón humana- se le antojan ya vistas, sentidas, experimentadas en carne propia. Es la sensación de acorralamiento, de acoso por parte de un sistema -no me gusta el término- que lo pretende controlar todo, la amenaza del mismo modo de ver las cosas que ha de tener la sociedad entera. Flota sobre todos nosotros la horrible presión de la obligación de vacunarnos para prevenir las enfermedades causadas por el nuevo coronavirus, muy poco -o nada- resentida por aquellos que lo consienten con gusto y de buena gana y fuertemente acusada por aquellos otros que se muestran reacios. Aparentemente la vacunación no es obligatoria pero el negarse acarrea consecuencias: se prohíbe viajar en avión, es decir se pone límite a la libertad de desplazamiento, la más anhelada por todos desde la caída de los muros del totalitarismo comunista, y se nos dice que no podremos ejercer nuestro trabajo porque podemos poner en peligro la salud de los demás. Y uno que reconoce en sí mismo cierta paranoia causada por circunstancias de vida propias se imagina una persecución en masa de todos los recalcitrantes para pincharlos con la jeringuilla a la fuerza. Y lo peor es que no es un mal sueño; es la realidad de la que no se puede escapar despertando.