Cuando comenzó lo del Covid-19 y empezamos a respetar ciertas normas, sobre todo la del alejamiento entre nosotros, en una tienda de alimentos la dependienta me pidió casi gritando que no me acercase tanto, que mantuviera la distancia. No pensaba hacerlo pero, como no llevaba mascarilla -no las había en la farmacia- temía probablemente un escape de partículas contaminantes de mi boca. Yo procuraba mantenerla siempre cerrada al salir a comprar -lo único que hacía durante semanas- para no esparcir gotitas de saliva por el aire. Cuando tenía que abrirla para decir algo, lo estrictamente necesario, claro, -gracias o hasta luego-, en los labios me salía una sonrisa culpable y estúpida, como si pidiera perdón, lo que evidentemente me ponía una cara de imbécil. Y pensaba para mis adentros: si tan fácilmente perdemos la humanidad, es que nunca la hemos tenido.
Pero la verdad es que te metían tanto miedo en en el cuerpo; con las noticias de la crisis bestial que nos esperaba, con las miles de muertes que no paraban de producirse, con las alertas de que era posible que nos enfrentásemos a un ataque bacteriológico ya que el maldito virus parecía contener moléculas del sida y de la malaria, que uno ya no sabía que pensar. No sabía lo que decía, no controlaba sus gestos ni su manera de actuar en público. Y te preguntabas qué era lo que estaba pasando, por qué estaba pasando y también si merecía la pena conocer la verdad, si es que tal verdad existía. ¿Quién quería matar a nuestros ancianos, por ejemplo? Pensaba en mis padres que tienen más de 65 años, que viven en un país pobre, falto de recursos médicos para luchar con esa clase de engendros. Pensaba en mis conocidos de esa misma edad o próximos a ella, entre ellos personas a las que respeto mucho o amigos a los que quiero. ¿Quién se los quería cargar? ¿Estamos condenados a padecer la enfermedad que el virus provoca cuando seamos mayores? ¿Tendremos que cuidar la distancia entre nosotros, no acercarnos, no darnos la mano, no reír a carcajadas porque abrimos demasiado la boca? ¿A quién le interesa tener una sociedad así, tan paranoica, tan angustiada, tan miserable?
Dicen que cuando terminó la II Guerra Mundial y el pueblo soviético, que la había ganado, se relajaba, era feliz y lo celebraba a lo largo y ancho de todo el país, Stalin, receloso de que la sociedad se quedase sin un enemigo de quien estar pendiente y contra quien combatir, intensificó la paranoia colectiva. Sé que la comparación es inapropiada y tal vez excesiva, pero así es como me sentía yo: como si alguien me hubiese inventado un enemigo a quien no dejar de temer nunca y en quien estar todo el rato pensando.