Viaje de regreso 2
Uno acaba de hacer otro viaje de regreso a Moldova, su tierra natal perteneciente hasta 1991 a la Unión Soviética y cuya independencia ha cumplido ya 31 años. El paisaje de este verano -escribo esto a 21 de julio de 2022- difiere mucho de los años anteriores; se parece al paisaje español que uno recuerda haber visto durante un viaje a España en 2019. Debido a una falta de precipitaciones casi absoluta el campo rumano y moldavo está reseco, calcinado por el sol como una playa griega. Los pocos lagos que aún quedan han sufrido una importante disminución del agua y algunos parecen unos platos con restos abandonados de sopa.
Sin embargo, al cruzar la frontera, uno siente un poco de alegría; la carretera que va más allá de la raya que separa dos territorios históricamente pertenecientes a un mismo espacio, el rumano, acaba de ser, por fin, reparada. ¡Con dinero europeo! No podía ser de otra manera. En 30 años no fuimos capaces de hacer un solo camino. Ahora esa misma carretera ya bastante mejorada, y por tanto menos soviética y más europea, deja de ser una atracción turística digna de comentarios y bromas para compartir después con amigos. Solo es un simple camino confortable y monótono. Costel, el chófer está muy contento. Ahora conduce otro microbús, nuevo. Dice que es de 2020. El antiguo era viejo y destartalado, idóneo para rodar por aquella otra carretera, la mala.
La vista que despliega el campo a ambos lados del camino carece del vivo color verde que suele inundar en verano este paisaje. Es un verde quemado y gris, polvoriento que apenas logra sobrevivir fustigado a diario por los latigazos de un sol inmisericorde y asesino. El amarillo de los campos de girasol desde lejos parece una finísima capa de crema sobre un pastel de dudosa pinta, tal vez caducado.
Flota en el aire preocupación y tristeza: la guerra se desarrolla a unos cientos de kilómetros de la frontera con Ucrania, su aliento de fuego parece llegar hasta aquí y no son pocos los que relacionan la terrible sequía con los cohetes y obuses lanzados por la atmósfera que podrían impedir la aglomeración de masas nubosas portadoras de la bendita lluvia, esa lluvia tan molesta a veces y que ahora significa esperanza y perdón divino.
La ciudad de Bălți, donde cambio los microbuses, en tres décadas no ha cambiado en absoluto, lo cual viene a indicar lo profunda y desesperante que es la depresión que lo ha inundado todo como una ciénaga.
Bălți, que uno recuerda próspera en otros tiempos -próspera a lo soviético, claro está- dada su calidad de nudo industrial y económico, facilitaba empleo y oportunidades para desarrollar, en buenas condiciones, una vida humana. Era muy famosa en toda la unión la fábrica de vinos y licores, productora de la celebérrima marca de coñac añejo Beliy Aist (“Cigüeña Blanca”), cuya calidad era alabada por los catadores más avezados.
La estación de autobuses refleja de manera fiel la imagen de la propia ciudad que no parece desear abandonar ese estado de languidez en que se encuentra. Se puede, eso sí, complacer ciertos sentidos degustando una buena sopa de gallina (no de pollo), zama, en una cantina decente, guisada por cocineras que dominan la técnica de un arte culinario correcto y sencillo, sin pretensiones. El escaparate exhibe también pasteles que la cocinera avala con su sonrisa salvavidas.