El Zhiguli de Oleg
El paso fronterizo entre Rumanía y Moldova no promete al ocasional viajero una visita espectacular. Moldova, hoy por hoy, no es un destino turístico que los trotamundos se propongan visitar. A unos cientos kilómetros de sus fronteras sigue en marcha una guerra sin ninguna posibilidad, en el horizonte, de negociar la paz.
La guerra de Ucrania representa, hasta este momento, la inversión de capitales más cuantiosa de Occidente en la Europa del Este.
Afortunadamente los empleados de la aduana no demoran demasiado su chequeo en los viajeros de nuestro microbús. Solo les interesan los rostros y la documentación que llevamos encima.
Más allá de la frontera, la carretera sigue lisa y monótona. Una carretera normal, como cualquier otra, diría el visitante. Sin embargo, apenas dos años antes esa “carretera normal” era una ruta estropeada, agujereada y estaba llena de baches. Una auténtica pesadilla para los conductores que soñaban con esa normalidad como si de un milagro de tratara.
En la estación de autobuses de Bălți el tiempo transcurre lento y falto del menor indicio de nerviosismo. Las prisas aquí pueden esperar y hasta irritan, sobre todo a los conductores de autobuses y minibuses cuya aparente gentileza está estrechamente vinculada al humor que llevan dentro. “Ármate de paciencia y llegarás”, le recuerda al viajero un letrero de uno de los vehículos.
Cojo otro microbús que me llevará hacia Edineț. Esta vez me toca un Ford muy amplio, equipado con una gran puerta deslizante y en bastante buen estado técnico. Entro y tomo asiento. El conductor no se da prisa por arrancar aunque la hora de partida hace rato que haya pasado. Sin ambargo, a nadie se le ocurre mostrar enfado y protestar. Claro que tienes toda la libertad de hacerlo, como en todas partes, pero también eres libre de mandarle al fulano irse a la porra sin ningún problema. Y esto aquí todavía no se censura.
Tres cuartos de hora más tarde me bajo, como siempre, para tomar el desvío que me lleva al destino final: mi casa.
Voy andando, pendiente arriba, cargando mi equipaje. Es uno de esos ratos en que todo te parece estupendo. Hace sol y el calor no es sofocante. Los álamos, a un lado del camino, mecen ligeramente sus hojas metálicas movidas por el viento muy suave y solo de vez en cuando algunos coches, que me adelantan sin detenerse, rompen al frágil silencio.
Un Renault nuevo frena y el chófer, un muchacho, me invita a subir. Le explico que prefiero recorrer la ruta andando, le doy las gracias y se aleja algo decepcionado. Sigo el camino. Dejo atrás el pozo antiguo y seco y ya estoy a punto de apechugar con otra pendiente cuando se para otro automóvil. Un Zhiguli Lada muy antiguo -le echaría más de treinta tacos- de color gris. El chófer sale y me saluda. Es Oleg, un vecino del pueblo.
Oleg vive solo y se dedica principalmente a criar pavos, gallinas y cabras. Cocina deliciosamente, con todas esas carnes, unos platos estupendos que he tenido ocasión de gustar varias veces. De vez en cuando accede a ejecutar obras de albañilería por el pueblo que lleva a cabo lento pero mañosamente. Echa mucho de menos a su mujer, que trabaja en el extranjero haciendo dinero, como dicen aquí y en todas partes, y no le gusta cuando le dicen que no se preocupe, que ya volverá. Contesta que es ahora cuando la necesita, mientras aún sigue siendo joven. Que no le va a servir cuando esté viejo.
El motor del Zhiguli ronca pero funciona bastante bien. Pertenece a las primeras generaciones de una larga serie de modelos Lada, marca soviética, prestada al principio de los italianos y desarrollada luego para el extenso mercado de la URSS.
Robustos y resistentes, no faltos de confort -comodidad interior, diseño moderadamente elegante, calefacción para las temporadas muy frías de esa zona, radio, encendedor para el tabaco- rodaban sin problemas por los caminos difíciles de la Unión Soviética. Las averías menos serias se podían arreglar con herramientas comunes y en el patio de la propia casa.
Oleg está la mar de satisfecho con su carro que explota como si tuviera un camión pesado.
A uno el Zhiguli de Oleg le recuerda el que tuvieron sus padres en los años setenta del siglo pasado, todo un lujo para los ciudadanos soviéticos en una época en que los sueldos, sobre todo de los maestros y médicos, eran muy bajos. Ahorraron en todo lo que se podía ahorrar y lo compraron, según decía mi madre, principalmente por no tener que subir conmigo, muy pequeño todavía, a todos esos asquerosos autobuses llenos de gases de escape.
Muchos Zhigulís de esa época siguen rodando todavía por los polvorientos y estropeados caminos del antiguo espacio soviético. Los puedes ver compartiendo, sin avergonzarse, aparcamientos al lado de coches modernos extranjeros. Esto me hace pensar en que el presente no está tan lejos del pasado. Tampoco el Este del Oeste.
Casi hemos llegado. Oleg da un golpe de látigo más al motor como para demostrarme que, a pesar de la edad avanzada, su potencia no ha sufrido el menor menoscabo. En un par de segundos atravesamos el caminito empinado de tierra que me separa de mi hogar donde termina mi viaje. Nos despedimos y yo le hago una última foto junto a su Zhiguli.
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