Doctrinas y sexualidad
Stelián Alexandrovichi trabajaba en el Inspectorado Escolar. Estaba casado y tenía una hija. Era un hombre culto y educado, muy puntual en su actividad laboral, pulcro en la manera de vestir y atento en la relación con los demás. Un parcurso vital impecable en un sistema donde lo ideológico y lo profesional debía prevalecer sobre lo íntimo y personal, donde el deber de cada uno era trabajar para todos y no para sí mismo. Una noche, al volver a casa su mujer, encontró a su marido en la cama con otro hombre. Stelián saltó del lecho y sin que nadie pudiera hacer nada para impedirlo, salió al balcón y se lanzó al vacío. El hecho atravesó muy discretamente la comunidad, educada a no dar rienda suelta a ninguna de sus emociones, y se disipó en trizas de ignorancia obligatoria y voluntaria.
En la Unión Soviética sobre la sexualidad nunca se hablaba en público, en el colegio, ni en casa. Era algo íntimo que cada adolescente descubría paulatinamente y a su manera. A mí y a mis compañeros de clase nos interesaban solamente las chicas. Esa era nuestra normalidad y no teníamos otra.
El código penal soviético reglamentaba la sexualidad castigando la homosexualidad con varios años de cárcel. Pero, sin ambargo, y contra toda apariencia, esto no siempre había sido así. A principios de su existencia el estado soviético no sujetaba a ninguna norma la opción sexual de nadie y las nuevas doctrinas e ideologías no hacían referencias particulares al respecto. Todo cambió entre las dos guerras mundiales cuando especialmente “la caza de hombres” fue catalogada como perjudicial para la procreación en una época en que hacía falta población de ambos sexos, sobre todo masculina, que participara en las conflagraciones. Justificaban las detenciones, por regla general, las acusaciones de espionaje o la actividad subversiva contra el estado.
Dicha ley no fue abolida ni enmendada después, de modo que lesbianas y gays soviéticos debieron controlar fieramente, durante décadas, sus impulsos sexuales.
La cuestión pasó desapercibida también en tiempos de la perestroika. Había asuntos más importantes que atender, problemas más urgentes que solucionar. Además, la sociedad postcomunista no estaba preparada para asimilar, con calma y de repente, unas costumbres que la inmensa mayoría no aceptaba como normales o sencillamente ignoraba. Cierta libertad adquirida parecía otorgar, sin embargo, algunos derechos esenciales, entre ellos la libertad de expresión que las minorías de cualquier índole aprovecharon para salir de la reclusión que de manera autoritaria habían sido forzados a guardar.
Fue entonces cuando la sexuaidad, salida de la cárcel, empezaba a manifestarse en sus aspectos más diversos y más desconocidos para esa enorme masa humana postcomunista solamente conocedora del amor entre dos seres humanos de sexo contrario que, igualmente, se recomendaba conservar toda la vida. Aparecieron establecimientos que proponían toda clase de artilugios destinados a la actividad sexual como si fuera un deporte cualquiera.
Por otro lado, desde el Oeste europeo se desplomaban sobre el Este libertades adquiridas en décadas que nosotros, los del Este, totalmente ignorantes de su existencia las tomamos por simples muestras, impúdicas y desvergonzadas, de los vicios más ocultos. Fuimos forzados a aceptar, de la noche a la mañana, costumbres que para nosotros, educados en el recato, resultaban escandalosas e insultantes al pudor. Y entonces la sociedad comenzó a fragmentarse en progresistas que aceptaban las nuevas corrientes sin más ni más, y retrógradas que las rechazaban de plano. No compartir la posición de uno u otro bando era igual de malo.
Los debates públicos a favor o en contra de una u otra posición en vez de esclarecer de alguna manera la disputa venían a escindir todavía más la sociedad ahondando la ruptura a pesar de que, muchas veces, es la propia sociedad la que demuestra constantemente intención de solucionar de forma natural un abuso que ha existido durante mucho tiempo en el pasado.
Y uno que vive ahora, pero que ha vivido también entonces, que ha desconocido algunas injusticias porque hasta hace poco sencillamente le habían sido ocultadas, duda, asimismo, de la completa justicia de las nuevas doctrinas que nada tienen que ver con el respeto por tus iguales ni por su opción y libertad de ser. La sexualidad, en definitiva, fue sacada a pública subasta para licitar con ella toda clase de cambios comportamentales, cómodamente aprovechables en el propósito de dividir la colectividad y de dominarla, de someter la voluntad de todos a otra voluntad, superior, asimiladora. Y por tanto igual de discriminatoria y dictatorial.