Viaje de regreso

Viaje de regreso (continuación)

El microbús que tomo en la estación de Bălți es uno de esos que se puede estropear en cualquier momento. A falta de servicios especializados de elevación y arrastre, sus conductores se meten a arreglarlos en el borde de la carretera, lográndolo muchas veces.

El último tramo de mi viaje es un camino lateral pegado a la carretera; el camino me lleva al pueblo donde nací y donde, en mi infancia, pasaba las vacaciones de verano. Aunque hubiera podido ir a campamentos escolares, tantos y tan buenos, repartidos por toda la república, siempre he preferido pasarlas allí porque allí, al lado de mi abuela, me sentìa completamente libre.

Prefiero recorrer el camino andando; unos cuatro kilómetros. Supongo que lo hago porque me encanta prolongar la agonía del viaje. Y es que durante la caminata de una hora, más o menos, descanso de todo el viaje anterior y de un año entero de trabajo, un año recorrido paulatinamente, día a día.

Mi equipaje, reunido en una bolsa grande y muy pesada provista de ruedas, anda solo por otra carretera remendada mil veces. No quiero que me recoja ningún coche, pero no siempre tengo esa suerte. Esta vez, cuando ya tengo recorrido medio camino, se detiene una furgoneta Volkswagen. Por el aspecto uno podría pensar que había sido salvada milagrosamente, y en el último momento, de un desguace casi seguro. Su conductor, un hombre joven, alto, flaco y con barba de sacerdote me devuelve el saludo, me abre la puerta de atrás y me indica que puedo pasar.

Hay una silla detrás de esa manta, dice al verme desconcertado. En efecto, hay una silla detrás de una manta colgando como una cortina pesada, una silla toda ella ocupada con bolsas llenas de alimentos, panes, botes de leche y queso fresco. Échelo a un lado tranquilamente y siéntese, dice el hombre. Hablamos en ruso. A su lado está sentada un muchacha, lo más probable su hija. No acepta la paga y dice que debemos hacer el bien siempre que la vida nos brinda esa oportunidad.

Ya casi he llegado. Queda por recorrer un último trecho, el más corto, pero difícil sobre todo cuando vas cargado de equipaje; el camino pedregoso baja mucho y después hay que subir por una cuesta de tierra cubierta de hierba por donde las ruedas de mi bolsa ya no sirven para rodar. Sin embargo, como ya estoy cerca, mis fuerzas crecen espectacularmente para caer, al final, al llegar, rendido por el cansancio pero contento. Me siento sobre la base de cemento del pozo y miro alrededor. La vegetación, aunque sofocada por el calor, aún conserva su color verde.

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