Imagen: alviensblog
Érase una vez, en un lejano país, una mujer que estaba en coma. El coma es un pequeño descanso antes de emprender la peregrinación eterna hacia lo misterioso, inaceptable, injusto. En términos burocráticos, un pequeño plazo a fin de poner en cierto orden los papeles. Si a este expediente le falta algo -yo qué sé, una firmita, por ejemplo- al afectado le tocará regresar para solucionar el fallo. Y no se puede hacer nada: así son los trámites. Más o menos como en la película “Ghost”con Demi Moore y Patrick Swayze.
Pero esta historia no es una ficción. Ocurrió de verdad aquí, en este lugar de perpetuas transformaciones caóticas que llamamos “tierra”.
No puede haber Cristo sin Cruz ni Cruz sin Cristo. Es decir, todos hemos de llevar a cuestas durante esta vida, por imposición divina, algún tipo de penitencia.
La mujer de la historia se hallaba en coma desde hacía bastante tiempo. Su marido, ignorando los consejos de los médicos –¡pero, hombre, si está ya casi muerta, váyase usted a casa, empiece una nueva vida que de su completa muerte nos encargamos nosotros!, y otras cosas por el estilo- se mantuvo a su cabecera cantándole al oído una canción de amor. Sí, una canción de amor. Cada día la misma canción, con la misma letra y el mismo tono de voz: suavemente, como se le canta a un bebé en la cuna.
Y poquito a poco iba entrando esta especie de medicina en el atormentado cerebro de la mujer, rehaciendo las conexiones rotas. Y paso a paso la mujer inició el lento retorno, para cumplir un último trámite: para decirle a su hombre que ella también lo amaba.
¡Cierta mañana abrió los ojos! Allí estaba el marido esperando su llegada. Y ante la estupefacción de todos, abandonaron el hospital cogidos de las manos como una pareja joven y enamorada.