Último céntimo
He observado en muchas casas de mi país y de otros, en algún rincón del mueble, especialmente en los vestíbulos, algunas monedas en una pequeña caja que en otros tiempos sirviese para conservar un producto fabricado. Habitualmente no tienen gran valor, un céntimo, cinco o diez como mucho. Y permanecen allí durante años sin que nadie las toque. Sin que nadie se las lleve para conseguir algo necesario, ropa, comida o cualquier cosa que de costumbre consumimos. Parecen, pues, inútiles. Una cosa inservible.
Su número tampoco aumenta con el paso del tiempo. Y no importa que la casa sea rica o pobre. Las monedas están presentes igual, en ese lugar bien visible como una muestra de algo.
¿Pero qué podrían significar esas monedas sueltas y al parecer olvidadas? ¿Y acaso lo estarían? ¿Estarían olvidadas de verdad? O por el contrario siguen allí, en ese lugar, para recordarnos siempre que las hallemos con la mirada que lo que es poco importa y no se tira mientras que lo abundante se desdeña y despilfarra.
O no nos importa abandonarlas a la vista de todo el mundo, guardando bien lejos de ojos ajenos las sumas voluminosas y por tanto respetables.
O tal vez muestran nuestro miedo a quedar sin ellas.
Cuántas veces, acaso, nos ha ocurrido tener que hurgar en el monedero en busca de un extraviado cobre, imprescindible en ese momento para completar una suma. Y al no tenerlo renunciamos al producto dejando nuestra compra incompleta.
Levantar del suelo las monedas tiradas o perdidas en mi país, por poner un solo ejemplo, se considera de pobres, un acto vergonzoso, repudiable.
Suelo levantar del suelo las monedas tiradas o perdidas que curiosamente nadie suele recoger. Hacer esto en mi país, por poner un solo ejemplo, se considera de pobres y, por tanto, un acto vergonzoso, repudiable. Una vez, incluso, llegué a atisbar unas cuantas en el cogedor de basura, barridas por una mujer de limpieza en un supermercado.
¿Cómo podríamos explicar, pues, nuestra actitud hacia ese último céntimo sin el cual un euro no sería un euro sino noventa y nueve céntimos y el millón no llegaría a ser nunca el millón? Solamente de una manera. Lo codiciado ya conseguido nos parece de sobra, aunque sea escaso, mientras que lo codiciado que no podemos conseguir no para de excitarnos la avidez aunque, en realidad, nos sobre.