Un problema menor
Recientemente una alumna manifestó, delante de toda la clase, su descontento hacia mi manera, desigual, en su opinión, de poner notas. Ella sacó un 8 mientras que sus compañeras y amigas un 9 y un 10. Al argumentar mis evaluaciones, nunca las comparo con las demás y se lo expliqué de este modo, pero esto no apaciguó para nada su enfado. Consideré oportuno informar, a través de la tutora, a la madre sobre la actitud de su hija. La madre me respondió, bastante irritada, que no veía en ello ningún motivo de molestia, que es un problema menor. Y la discusión paró ahí.
Hoy día, y sobre todo desde que está en vigor la ley de protección de datos, una de las preocupaciones fundamentales del sistema educativo es evitar que el niño sufra. Entre alumnos y maestros se han colocado barreras que regulan las emociones y las relaciones se han enfriado; la comunicación se ha transformado en un proceso puramente formal, carente de afectividad. Somos una especie de mecanismos muy delicados y muy fácil de estropear al no ser utilizados conforme unas instrucciones muy estrictas.
Llevo casi treinta años haciendo el mismo trabajo y creo que su principal secreto no consiste en un trato amistoso que podríamos proporcionarnos mutuamente maestros y alumnos, susceptible de cambiar al menor malentendido surgido entre nosotros, sino en una relación de confianza. Hace algunos años -calcularía unos tres o cuatro- esta relación de confianza aún funcionaba. Las conversaciones en la sala de profesores giraban, sobre todo, en torno al tema de las notas que nuestros alumnos y alumnas sacaban en las pruebas y que podían ser varias, desde muy bajas hasta máximas. ¿Se emocionaban al conocer los resultados del examen? Claro que sí. Algunos se alegraban, otros sufrían. Últimamente, sin embargo, el panorama ha dado un vuelco radical. La nota se volvió una responsabilidad exclusiva del profesor que es obligado a explicarla cada vez que se lo exigen estudiantes descontentos. Poner malas notas es una especie de autoagresión que el profesor muchas veces sencillamente prefiere evitar. Nuestras conversaciones, en los recreos, ya no tratan de calificativos, tampoco relatamos anécdotas divertidas que siempre salpican de gracia la vida en el colegio. Llegamos de clase abatidos y desconcertados; la atmósfera que nos rodea es taciturna y tensa. Las clases se nos hacen muy cuesta arriba y largas, dado el ambiente hostil, de desconfianza y rechazo en que se desarrollan. La verdad es que no hablamos sobre nada que no ataña concretamente nuestras tareas y cada uno rumia su frustración en silencio.
Hace poco un alumno trató de meter el cuchillo en la garganta de su profesora porque a ésta se le había ocurrido ponerles un test. La mujer logró escudarse a tiempo con la mano y solo así se evitó un posible asesinato en clase. La respuesta de la opinión pública respecto a dicho incidente fue floja y mis compañeros ni siquiera tocaron el asunto en sus discusiones. No merece la pena dar rienda suelta a tus quejas en un ambiente generalizado de indiferencia porque te sientes sencillamente ridículo.
Al final, tanta protección al alumno y tanta indefensión del profesor, acabará mal.
Totalmente de acuerdo contigo a pesar de no ser ni maestra ni profesora ni nada parecido. Estamos obviando el ” sentido común ” y eso traerá conflictos serios.
Muy bueno Robert !
Gracias, Meye. ¡Un abrazo!