Europa de los topos
No hay que tener más de dos dedos de frente para darse cuenta de que Europa se está transformando en un espacio cada vez más inamistoso -por no decir “hostil”- para los que lo habitan. Ninguna medida, tomada últmamente por ningún gobierno de ningún país ha mostrado preocupación por mejorar las cosas, sino todo lo contrario; parecen empeñados en fastidiarnos cada vez más como si en ello residiera su deber.
Diría más: dedican tanta aplicación en jodernos literalmente la existencia que uno podría llegar a pensar que esto es lo único que tienen en mente y lo llevan a la práctica con una especie de placer demencial. Si hace algunos años esperaba con ilusión el verano para poder irme de vacaciones a algún país europeo, ahora prefiero quedarme en casa entreteniéndome en mil cosas que uno podría hacer allí: leer, ver películas, escribir de vez en cuando, prepararse un zumo natural y beberlo despacio o sencillamente estar. Sin embargo, también puedes salir por tu propia ciudad, no tan bonita como París, pero qué le vamos a hacer; no podemos ser todos franceses.
Puedes ir a jugar un partido de baloncesto o al ping-pong en un parque y luego tomar algo en una terraza mirando alrededor la película de tu propia vida que se refleja en la vida de los demás; niños que corren, peatones que se dan prisa, coches que se pitan entre ellos en los semáforos. Y cuando miras el reloj, ya son las 7 de la tarde; el día se ha terminado.
La vida pasa lo mismo aquí que en otra parte pero aquí, por lo menos, no te has hecho ninguna ilusión que no se haya cumplido y no has pagado por ella en euros. Han terminado por hacer de ti ese ser básico y elemental; un topo, que para nada se alegraría de que alguien le sacase fuera de su guarida.