De todos los alumnos que he tenido hasta ahora, cinco, por lo menos, han muerto. Cinco. En circunstancias y a edades muy distintas, pero sin que ninguno de ellos superara los 25 años.
Una chica se cayó en el cuarto de baño y sus padres la hallaron muerta. Un muchacho tuvo leucemia. Otro fue drogadicto, alma perdida, y murió de sobredosis. Un tercero se mató con su moto.
Y el último, un muchacho que murió hace tres o cuatro años -que me perdone el pobre esta desafortunada aproximación- por culpa de una enfermedad incurable. Cáncer, o algo parecido. Colgamos su foto en la sala de profesores. Cada profesor recordaba al alumno y decía algunas frases sobre él. Cierta compañera comentó que no había sido un alumno demasiado brillante. Nadie le respondió.
Yo, personalmente, no recuerdo haberles puesto a ninguno notas irremediables. Menos mal. La muerte les ha quitado injustamente, y a destiempo, la oportunidad de demostrar lo que, de verdad, valían.