Este resignado japonés

  • Supongamos que la nieve es un tsunami y que este japonés sobrevive milagrosamente, que es como se sobrevive después de una catástrofe de esa envergadura.

Sólo cuando muere uno de mis semejantes recuerdo que yo también soy mortal.

Nosotros, los europeos, somos injustificadamente arrogantes. En uno de sus cuadros el artista japonés Andō Tokutarō presenta un paisaje invernal. Llama la atención la actitud humilde del hombre, la aceptación silenciosa de la copiosa nevada. No se escandaliza, no chilla, no berrea. Tampoco se quejaría de una lluvia abundante. No le molestaría un viento que soplara demasiado fuerte. Es su manera, sensata, de observar la Naturaleza que le rodea. Asume calladamente su condición de microorganismo. El no tuvo un Renacimiento que lo situara en el centro del Universo,  que le enseñara a codearse con la Divinidad o que le diera a entender que podría considerarse el amo de la tierra.

Esa actitud podría relacionarse con la infinita paciencia que adopta ese pueblo ante la vida.  El hombre no es más importante que todo lo que le rodea, ya se trate de un bosque, de un campo o de unas montañas, en cuya creación él no ha participado en absoluto. Componer un sushi es tan importante como  comérselo.  Y al preparar, lenta y minuciosamente, una tacita de té sometemos a un riguroso examen el deseo elemental de beberla de un solo sorbo.

El entrenamiento para hacer frente a las calamidades de la naturaleza -tsunamis o terremotos que son una amenaza constante en el Japón- se lleva a cabo a diario mediante esa forma de aceración incesante de los sentidos.

Supongamos que la nieve es un tsunami y que este japonés sobrevive milagrosamente, que es como se sobrevive después de una catástrofe de esa envergadura. ¿Se comportaría como un ingrato europeo chillando y reclamando derechos (¿ a quién?, ¿tal vez al Universo mismo?), pataleando y lanzando improperios a diestro y siniestro? No lo creo.  Se arrodillaría para dar las gracias al cielo por su bondad y se pondría luego manos a la obra.

También en Rumanía hubo un terremoto bastante fuerte. Ocurrió el 4 de marzo de 1977 y en Bucarest tuvo un saldo de más de 1500 muertos. Bajo los escombros pereció la nieta del dictador Nicolae Ceaușescu. Se buscaron culpables ya que  debían rodar cabezas. Se inició lo que se denominó como “proceso de los constructores”. Hubo miedo, pánico, temor a una oleada – o tsunami- de persecuciones injustas.

Quedan muchos testimonios de aquella desgracia. La mayoría son relatos sobre la actitud de la gente, sobre la faceta humana de las personas que querían ayudar, echar una mano, apartar los desechos con dedos y uñas en busca de supervivientes. Uno de los testigos se preguntó si harían lo mismo los ciudadanos europeos actuales en quienes nos hemos transformado. Conoceremos la respuesta cuando otro temblor, que dicen se acerca, nos golpee.

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