Sonrisas falsas

El 15 de marzo de 2020, al tercer o cuarto día de la lucha más o menos seria que Europa había comenzado contra el coronavirus, desde China nos llegaba una imagen emocionante: varios médicos chinos, mujeres y hombres, de la provincia de Wuhan, donde se había detectado el primer brote de la plaga, se iban quitando, delante de una cámara, las mascarillas de protección. El rostro de cada uno mostraba alegría y satisfacción por el trabajo realizado: el foco de la enfermedad había sido extinguido, y de esa manera daban la noticia al mundo entero. Atrás quedaban meses de trabajo atroz. Todos, sin excepción alguna, eran felices y querían compartir su felicidad con el resto del planeta. Ni rastro de la crispación o de la fealdad que en nosotros, los europeos, deja el esfuerzo. Las chicas, mofletudas y risueñas, parecían alumnas de secundaria, mientras que los chicos semejaban adolescentes aficionados a los juegos de ordenador.

¡Qué actitud hacia el trabajo! -pensé- totalmente distinta de la que yo conozco, de la que me rodea cada día cuando voy al curro, mientras estoy en él y cuando regreso a casa. Los chinos sí que saben trabajar muy bien, sin cafés, ni cigarrillos, ni cháchara inútil. Más tarde, sin embargo, otro pensamiento hizo que esa impresión mía perdiera su brillo inicial, oscureciéndose poco a poco hasta transformarse en desencanto. Y no es que dudase de la sinceridad de ese gesto ni del éxito de estos profesionales de la medicina, no. Tan sólo me acordé de que el país de Mao no es una democracia total, donde la actitud, de puertas afuera, puede exagerarse por la presión del régimen. Yo, que nací en la URSS, conozco muy bien la sonrisa de escaparate, que en realidad es una sonrisa falsa, una alegría de fachada del sistema. El ser humano podía deslomarse trabajando, podía estar cansado y descontento, pero con su expresión risueña debía ocultar los fracasos.

Ese mismo día desde el mundo occidental, europeo y estadounidense, llegaba otra noticia positiva. Los científicos, al tercer o cuarto día de habernos asustado con esa pelea a muerte contra la maldita enfermedad ya habían determinado que el virus no es tan peligroso como se creía al principio, que más de 50% de los casos son leves y se curan sin problemas, que otros 47% son más o menos serios y que sólo un 3% son graves.

También caras alegres, por supuesto, de celebración, gestos de alivio, pero por otro motivo: ¡Qué bien, joder! Ya podemos ir otra vez al cine o a la discoteca, ya podemos llenar de nuevo los bares y los restaurantes. Podemos viajar, besarnos, follar, en fin, hacer lo que hacíamos antes de que el puto bicho nos arruinase el buen rollo consumista.

Sólo cabe esperar que así sea, que el virus europeo sea menos antipático que el chino y que la lucha contra él no dure tres meses como en el país de origen sino sólo una semana, o como mucho dos.

Y frente a tantas contradicciones que encuentra en su camino, uno, que ha nacido en un mundo y vive en otro, no tiene más remedio que aislarse, según le han aconsejado, como del propio virus. Y lo hace también con una sonrisa en la cara.

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