Viviendo aislado en casa para evitar la expansión del nuevo coronavirus, y haciendo solamente cosas imprescindibles, es decir alimentarse y cuidarse, por un momento se te ocurre que lo que has hecho hasta ahora no era necesario, que se puede vivir haciendo solamente estas dos cosas. Fuera, la actividad frenética que ha habido hasta ese momento, también se ha detenido: los coches, a falta de quien los ponga en marcha, están quietos; los aviones no despegan y no aterrizan; las calles de las ciudades están casi vacías. El planeta entero, mejor dicho esa parte del planeta que ocupamos nosotros, se ha parado. Funciona solamente lo imprescindible, aquella parte que lucha por nuestra salud, la que se ocupa de nuestra seguridad y la que se encarga de que no nos falte lo más básico. Y de nuevo piensas: ¡la de cosas que hacíamos antes y que ahora no hacemos! Y que no pasa nada. Se puede vivir también así, al menos por un tiempo.
Sin embargo, eso de que todo se ha parado es una falsa impresión. Dentro de mí todo trabaja: mi corazón bombea sangre, mis pulmones respiran, mi hígado y mis riñones filtran, mi estómago se ocupa de los alimentos. Todo esto trabaja, mientras yo estoy parado, para que no me falte lo básico.
Cuando esa historia del virus se acabe, y después de habernos despedido tan tristemente de algunos de nosotros, sobre todo de nuestros ancianos, que en estos días parece que estorban y que son amenazados por el exterminio, probablemente volveremos a la locura de antes, y con más furia que hasta ahora, para recuperar un tiempo que seguramente lamentaremos haber perdido.
Los impulsos para hacer todo esto los recibiremos del cerebro, bueno, de esa parte del cerebro que se encarga del placer, de la felicidad, del éxito, que es la parte que, aunque desconocemos, valoramos sobremanera. Echaremos a correr de nuevo, probablemente con más prisa que antes para alejarnos de una muerte y para encontrarnos con otra.