En países como el mío al maestro no se le respeta. Ser profesor de primaria o secundaria no es prestigioso como lo es por ejemplo ser abogado, empleado bancario o médico. Incluso un peluquero o un manicuro tiene más brillo que el educador, una especie de payaso cuyo rol hoy es mantener entretenidos a unos niños dentro de unos recintos llamados escuelas en tanto sus papás y mamás se dedican a sus cosas.
Pero a pesar de ello, de la educación siempre se habla de una manera bombástica, grandilocuente y campanuda; ya saben, esos discursos que llenan el espacio de globos multicolores que explotan y se transforman en trapos.
Ahora por el tema del Covid esto se nota todavía más. Mientras los demás, desde ministros, inspectores y expertos en enseñanza hasta cargos de responsabilidad menor se escabullen, escurren el fardo cobardemente, al profesor se le expone, se le saca de la trinchera, se le lanza al ataque a pecho descubierto. Miles de maestros, pertrechados de mascarilllas, viseras, micros en las solapas, van a plantar con heroísmo batalla al virus en sesiones de cincuenta y cinco minutos más cinco minutos de recreo, concedidos no para hacer el pis o tomar un vaso de agua sino para cambiar de aula, vigilar a los críos para que no se toquen entre ellos, no se presten los bocatas o las botellas de agua. Durante esas mismas sesiones serán grabados para dar clases en línea a aquellos alumnos que, por pocos que sean, dos o incluso uno de un grupo numeroso de treinta, se nieguen a participar en sesiones presenciales. Ya existe una ley para eso que se adoptó recientemente. Y si a algunos les tocara en suerte caerse enfermos, se les aislarán en casa durante dos semanas desde donde tendrán que seguir enseñando en línea, conectados a máquinas respiratorias los más graves.
¡Qué rápido se adoptan las leyes que obligan a currar y qué esfuerzo nos cuestan las subidas salariales!
Cómo se nota que ni los del ministerio, ni del inspectorado, ni de la madre que los parió a todos los que opinan sobre la educación o se dedican a hacer currículos educativos conocen lo que significa una clase. Porque aguantar hablando más de un cuarto de hora con la mascarilla tapándote la nariz y la boca es casi imposible por la sencilla razón de que empiezas a ahogarte con tu propio bióxido de carbono y con el olor acre de tu saliva. La mascarilla se transforma rápido en algo pegajoso, mojado y maloliente, es decir en aquello que a nadie en su sano juicio se le ocurriría ponerse nunca en la cara: una mierda. Y una clase no sólo es hablar, oigan. Una clase supone enseñar, controlar el ambiente, animar a los tímidos y ponderar a los insolentes. Y como si esto fuera poco, debo quedar bien ante las cámaras para transmitir buen rollo en línea a todos aquellos que están cómodamente en casa.
Esto no es una queja. Nadie del entorno de mis compañeros se está quejando de nada; nunca lo hemos hecho. Todos sin excepción alguna iremos a trabajar, con mascarillas, micros, plásticos en la frente, guantes en las manos y todo lo que nos obliguen a llevar para infundir seguridad y no desconfianza. Es un toque de atención, un llamamiento a que no nos tomen por imbéciles, a que no nos achaquen después las posibles disfunciones, porque las cosas seguramente no van a funcionar. O no van a funcionar así, con esas medidas totalmente vacías de raciocinio y sentido común.
Dicen que en Escocia contratan masivamente personal para ayudar, en la medida de lo posible, a los maestros; que en Galicia las catedrales ofrecen su espacio a los alumnos; que en Francia, en Italia etcétera. ¿Por qué aquí no y allí sí? A lo mejor porque los que gobiernan ahora este país piensan más en cómo escamotear el dinero público que en soltarlo. Ya hemos visto al primer ministro, al que le mola pasarlo bien en su lujoso despacho que pagamos todos, fumando y tomando tragos, relajado, cruzado de patas y rodeado de sus ministros y ministras, que declaraba que no se puede hacer más.
Lo quiero dejar bien claro: cuando un gobierno declara que no se puede hacer más es que no se va a hacer nada.
Hay momentos en la vida en que uno se felicita -o se maldice- por haber nacido o por vivir en determinado lugar. Este es uno de esos momentos. No he nacido pero vivo en Rumanía, y no me siento muy feliz. Por eso me mando a mí mismo a tomar por saco. Me relaja y se me quita un poco la mala hostia que llevo dentro. Pero mando a hacer lo mismo también a todos aquellos para quienes el maestro, el único que desde hace siglos planta cara a la sinvergonzonería de la sociedad entera -igual que el médico a la enfermedad o el policía a la delincuencia-, a todos esos imbéciles para quienes el que educa, que enseña, que abre rutas en la vida no es sino un mamarracho, los mando a tomar por ahí por donde les sale lo que comieron un día antes.