Nos quisieron hacer entender que no sólo de pan vive el hombre y consiguieron exactamente lo contrario.
En las tiendas comunistas no había mucho que comprar. A un occidental se le pondrían los pelos de punta ante tamaña pobreza. Solamente se encontraban los productos básicos; leche, pan, conservas en lata –buenísimas, por cierto, de las que ahora ya no se hacen- y no recuerdo si también carne. Pero cada hogar funcionaba como una pequeña empresa. De alimentos, de ropa, de todo, incluso de coches. Todo dependía de dónde tenían su empleo los miembros del clan.
Si trabajaban en alimentación, proporcionaban carne, huevos y mantequilla a discreción a toda la familia. Si en un almacén de ropa y zapatos, solucionado quedaba, pues, el problema de la guardarropa. Si se trataba de un taller mecánico, los vecinos podían ver al dueño de la casa salir un día a bordo de un camión que había ido creciendo poquito a poco dentro de su propio garaje. Podías ir al médico con una docena de huevos en la bolsa. El profesor enseñaba con más dedicación física cuántica a cambio de un kilo y medio de requesón casero.
Eramos autosuficientes y estábamos contentos con la vida. ¿Desempleo? ¿Qué, diablos, sería eso?
Pero también éramos escépticos. Sabíamos que no debíamos esperar nada del partido, que cada quien es cada quien y debe arreglárselas solito para no morirse de hambre.
Es la respuesta a la pregunta que me planteo con frecuencia desde que somos libres y tenemos el derecho a cabrearnos contra los gobiernos que nos mandan: ¿por qué rumanos, moldavos y otros pueblos ex comunistas no protestan? Tal vez porque, acostumbrados a no esperar nada de nadie, saben que manifestándose pierden el tiempo, un tiempo que les hace mucha falta para obtener un bocado.