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Cuando el trotskista-marxista Chávez ganó sus últimas elecciones, en el Krémlin lo celebraron y en seguida enviaron al buen amigo de Rusia un telegrama de felicitación. Claro que no era por razones ideológicas. Las ideologías hace tiempo que habían muerto. O tal vez no habían existido. O quizás fueron borradas por las reformas, la perestroika o los banqueros. Hoy día prevalecen la exportación de armas y la explotación de los yacimientos de petróleo. También prevalecían hace veinticinco o treinta años, pero de ello no se hablaba. Se hablaba sólo de la imposición de la paz en todo el mundo, por la que la URSS luchaba sin descanso. Nos lo tragábamos con vodka, pepinillos salados, bromas y buen rollo estudiantil.
La Unión Soviética acogía amistosamente a jóvenes de todos los países amigos de América Latina para que pudieran continuar de forma gratuita sus estudios: cantina barata, transporte a precios de risa y alojamiento por la cara.
En la Universidad de Kishinau había un grupo numeroso de estudiantes latinoamericanos. Yo pude conocer uno de esos círculos gracias a un marxista mejicano, de una familia burguesa de México DF: padre empresario, casa señorial con columnas y escaleras de mármol, hermana pequeña cuya foto me enseñó. Guapita y vestida de forma muy elegante. “Te convendría”, me dijo con una sonrisa guasona en los labios.
Lo conocí por casualidad en una terraza donde me encontraba con mis amigos, brindando por el día que aún no se había acabado. El estaba solo y tomaba algo, una cerveza si no recuerdo mal. Era a finales de octubre o, tal vez, a principios de noviembre y hacía frío; en esa época del año en la Unión Soviética siempre ha hecho mucho frío. Alguien gritó ¡Robert, aquí hay un español! Nos abrazamos como carnales de toda la vida.
A él le enseñaba yo el idioma de Dostoyevski y, a cambio, recibía mis primeras lecciones de un vivo y lleno de armonías español mejicano. Entre nosotros se creó una buena química que me satisfacía plenamente; aprendía más que todos mis compañeros juntos y pasaba las tardes en restaurantes -donde transcurrían nuestras clases-, comiendo y bebiendo por cuenta de su billetero lleno de dólares. Tenía una grabadora minúscula que abría en cuanto me ponía a leer un fragmento de “Crimen y castigo”. “Para escucharlos por la noche”, decía, en mi habitación del albergue. Nos reímos mucho porque le costaba aprender las declinaciones rusas:
– ¿Pero cómo es posible que mi apellido cambie tantas veces?
Se llamaba Ramírez y, según varía la pregunta que se hace en ruso al nombre propio, Ramírez se convertía en Ramírezu o Ramíreza (¿a quién?), Ramirezom (¿con quién?), Ramíreze (¿sobre quién?).
Una noche fui a la residencia a buscarle pero ya no estaba. Había desaparecido sin despedirse. Pensé que debía ser una especie de espía.
Pero, por encima de todo, era buena gente. Decía creer firmemente en la justicia y en la revolución total. Sus amigos latinoamericanos decían que Latinoamérica es y será siempre marxista. En cada uno de ellos había un trozo de Che, un desprecio manifiesto por la comodidad y el confort, un orgullo de ser pobre y creo que hasta el deseo de seguir siéndolo toda la vida. Yo veía en cada uno de ellos un Don Segundo, quien, para mí era, en aquel entonces, la representación del hombre latinoamericano; libre, navajero, anarquista. Claro que ni la Unión Soviética se había desintegrado aún ni el comunismo europeo se había ido a tomar por saco.
Recordé todo esto siguiendo la victoria de Hugo Chávez y la manera bárbara de festejarla del pueblo venezolano. Me acordé de Ramírez, el mejicano marxista y del grupo de latinoamericanos que bebían vodka como cosacos. Esto es Latinskaia Amerika, me decía el hijo de México tratando de pronunciarlo correctamente en ruso y enviándome guiños cómplices.
Cuando todos estábamos ya bastante cocidos y nos abrazábamos como hermanos, un cubanito pequeño y fortachón me preguntó cuáles eran mis planes de futuro. Le dije que ser traductor en Cuba o algo por el estilo. “Para hacer algo en la vida hay que tener contactos”, me dijo dándome una palmadita en el hombro. Seguimos brindando y una chica de ojos negros, cubana o nicaragüense, no recuerdo muy bien, tocó a la guitarra, con un tonillo tropical que caldeaba el ruso haciéndolo más suave, “Ochi chornye”. Os dejo unas estrofas traducidas libremente.
Ojos negros
Ojos apasionantes
Ojos que queman
Ojos muy bellos
Cómo os quiero
Cómo os temo
Para mi desgracia os conocí