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Mi rato libre

Mi rato libre Me imagino el cerebro metido en una licuadora

Mi rato libre

“Estrés” es tener siempre la sensación de que aún queda algo por hacer, de que el trabajo no ha terminado. Es lo que va matando, día tras día, nuestro maltratado cerebro. Me lo imagino metido en una licuadora que no dejamos que pare después de apagarla. Y mientras sigue girando por inercia, presionamos una y otra vez el botón para volver a ponerla en marcha. Y así siempre.

Comparo el cerebro con una esponja empapada de sangre. Mientras no la tocamos, la sangre no se nota mucho. Sigue tranquilita en sus cunitas o células. Igualito a una esponja llena de jabón, por poner un ejemplo más suave. Pero en cuanto la apretemos, se producirá una explosión de líquido.

Recuerdo el caso de una chica rumana a la que encontraron muerta en su casa una mañana; le había reventado el cerebro. La pobre había trabajado sin cesar durante mucho tiempo para su empresa. Murió rodeada de papeles, sofocada por e-mails y llamadas telefónicas. Seguía conectada al internet que no dejaba de enviarle información ni siquiera cuando yacía ya sin vida. Y nadie se hizo responsable por esa muerte.

¿Pero, sin embargo, a quién se la podríamos achacar?

Todo trabajo se tiene que acabar, como un guiso al que añadimos el último ingrediente, ponemos la tapa y dejamos reposar. Si esto no sucede, algo va mal. No habremos sabido organizarlo, es decir “acabo esto y luego me pongo con lo otro”. O alguien, tal vez un jefe, un compañero cabroncete, la política de la empresa o la sociedad misma en que vivimos, hace todo lo posible para que nuestro trabajo no se acabe nunca.

Mi rato libre ha dejado de existir. Se ha esfumado en una especie de agitación perpetua que ni siquiera merece llamarse “trabajo”. Directores y directoras nos envían continuamente cosas por hacer que no acabas de atender porque ya recibes otras y otras todavía más inaplazables.

Todo es urgente y hay que hacerlo ya. Terminas la jornada agotado y exprimido como un limón, amén de frustrado por no haber logrado llavarlo a cabo satisfactoriamente.

Y si llego, por fin, a atender mi pobre rato libre, lo hago con tanto apresuramiento que lo vuelve superfluo, gaseoso, sin sustancia en el presente y en la memoria.

¿Acaco podría echarle la culpa a alguien? Quien se encargó de destruir mi rato libre, lo hizo sin preguntarme. Y yo lo acepté igualmente sin hacerme ninguna pregunta. Un personaje de Antón Chéjov, pintor de bosques, atardeceres y caminos decía que el trabajo en exceso puede destruirnos, que no hacen falta tantos hospitales sino menos fábricas, empresas y granjas. Hay que saber detenerse, pues, parar y mirarse al espejo para ver allí a un ser humano y no una antena, un teclado o un robot.