Anotaciones sobre el árbol de Antón Pavlovichi Chéjov

Con unos calores de más de 40 grados a la sombra lo único que se agradece en una ciudad recalentada, polvorienta y llena de gases de escape es el frescor de un árbol.

De ese árbol que el hombre ha cortado para calentar su morada, para hacer papel, para fabricar muebles…

Sobre el papel el hombre escribe y luego publica orgullosamente sus ideas que él cree imperecederas. Mete el mueble en su casa y empieza a llenarlo de trastos que van acumulando polvo. Todo lo que hace el hombre, todo, al final se cubre de polvo, se corrompe y se pudre.

El árbol puede absorber el polvo y transformarlo en oxígeno bueno para respirar. Y eso es algo que las hojas de un libro no pueden hacer. Tampoco podría hacerlo un armario labrado en madera. El árbol puede transformar el calor en aire fresco. Puede cobijar, bajo sus ramas, al caminante fatigado y sudoroso, apaciguarle el ánimo, suavizarle un poco la mala leche.

Pero ese árbol ya no existe porque el hombre lo ha cortado.

Entonces ¿cómo combatiremos el calor? El hombre tiene un invento también para eso: el aire acondicionado. Donde antes había un pequeño bosque, ahora encontramos un inmenso centro comercial. Fuera el calor es insoportable, dentro, por el contrario, se está fresquito. Puedes comer un helado o ver una película en una sala oscura con agujeros en las paredes por donde salen chorros de aire frío.

Tendremos que recubrir todo el planeta de centros comerciales para resguardarnos del calor en veranos que cada vez serán más sofocantes e irrespirables.

Astrov, el médico iluminado de la obra dramática de Chéjov “El Tío Vanea”, deplora la paulatina desaparición del bosque bajo el hacha del hombre; vago e ignorante. Una idea flota a lo largo de toda la obra de Chéjov, una idea terrible: los que vivimos ahora seremos responsables de la felicidad –o de la desgracia- de quienes vivan, en el futuro, después de nosotros.

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