¿Tenemos acaso, los que escribimos, el derecho moral de plasmar a nuestro antojo y capricho realidades históricas que desconocemos y que sólo podemos imaginar? Alegaríamos en nuestra defensa cierta erudición en el campo de la historia que nos permite transformar en ficción cualquier hecho ocurrido hace tiempo.
Surge aquí, en mi opinión, una cuestión de honestidad literaria.
¿Describir atrocidades sin haberlas sufrido no es acaso, en cierta medida, hacer trampas, engañar al lector? Esto no significa que no se deben abordar temas del pasado. No. Podemos hacerlo pero sin olvidar que lo que describimos, cómodamente sentados en butacas giratorias, se vivió con lágrimas, dolor y sangre.
“No tocar” se indica en los museos. Tocando con nuestra manos de ahora unas reliquias de cientos de años de antigūedad satisfacemos solamente una curiosidad táctil, puramente infantil, por algo cuyo significado real, verdadero, somos incapaces de abarcar y de comprender.
En la novela histórica “El hereje”, su autor Miguel Delibes se acerca al sufrimiento de los personajes, que vivieron hace quinientos años, con pudor y cariño. Sólo se acerca, no lo toca, porque humanamente lo comprende. ¿Sería esta una solución? ¿No tocar, sólo acercarse?