Un mes había pasado, poco más o menos, desde que nos obligaran a quedarnos en casa para limitar de alguna manera la propagación del nuevo coronavirus, cuando me sentí atrapado por otro virus: el del aislamiento. Por ejemplo empezó a parecerme más cómodo hacer mi trabajo de profesor encerrado en mi apartamento, telecurrando, sobre todo porque no tenía que solucionar problemas de disciplina en el aula y mis neuronas podían descansar. Es decir que mi propio sistema de adaptación buscaba, de forma independiente, ventajas en la nueva situación en la que me hallaba contra mi voluntad, transformándome poco a poco en algo que hacía tan sólo un par de meses aborrecía con toda mi alma: un cautivo de la virtualidad, de la relación persona sin persona. Y, claro, me preguntaba quién, madre, quería que yo no fuera como me gustaría ser: libre. Libre y nada más.
Alejado de mi existencia anterior, que empezaba a parecerme algo desesperadamente feliz, pensaba que todo lo que estábamos padeciendo había sido planificado porque había algunos que ganaban, que se aprovechaban como si hubieran conocido las consecuencias de antemano. Veía que muchos perdían, mirando impotentes cómo se hundía el barco de su empresa que habían estado construyendo durante tantos años. Veía cómo se frustraban destinos, cómo morían esperanzas y se extinguían vidas. Contemplaba una clase política aparentemente involucrada pero, sin embargo, ajena al sufrimiento real de la gente, pensando en las elecciones y en cómo mantenerse en el poder. Veía noticias que bajo el pretexto de mantenernos informados nos metían miedo y otras, que fingiendo tranquilizarnos, nos mentían. Veía cómo cada día se añadía un ladrillo más a la sociedad del futuro en un planeta con un aire tóxico, agua envenenada, sin árboles, animales ni flores. Tan sólo con seres humanos deprimidos, con gorras de viseras de plástico transparente cubriéndoles la cara y con mascarillas. Y me veía a mí mismo tecleando en un ordenador portátil ofrecido gratis por el gobierno una tarea a distancia para mis alumnos conectados conmigo on line. Si eso es lo que me espera, pensé, hubiera sido mejor ser topo y vivir eternamente debajo de la tierra. ¿De qué me sirve habitar la superficie si no la puedo disfrutar con todos mis sentidos de ser humano?