La figura de Stalin, el tenebroso y discreto inquilino del Kremlin, hechizaba a la gente común con su aureola de padre de los pueblos, con su apasionado interés por forjar una Rusia fuerte e independiente. Se consideraba capaz, como lo fueron antes Iván IV el Terrible, la Emperatriz Catalina o Pedro I El Grande, de asumir tareas históricas. Ni las indiscriminadas depuraciones impidieron la propagación del culto a Stalin.
«El Zar siempre era bueno». El pueblo lo amaba a pesar de rumores y habladurías. Achacaba los excesos del vojzdi a su entorno. Stalin resultaba inalcanzable ante cualquier sospecha. Sus escasas apariciones ante las masas hacían que la responsabilidad de las matanzas recayera sobre sus colaboradores, más expuestos a la luz pública.
No aceptaba obsequios. En los regalos que en aquella época le llegaban desde todos los rincones del país, algunos de ellos obras de incalculable valor artístico, sólo veía adulación e hipocresía. E incluso terminaban por despertar su ira. Su austeridad era legendaria. Pero había algo que sí le interesaba; su imagen histórica. Y acabó vislumbrando la mejor modalidad de plasmarla: en el cinematógrafo.
Al tirano no le gustaba verse a sí mismo ni escucharse. Sus propios discursos le ponían nervioso. Pero gozaba como un chiquillo cuando veía películas donde el protagonista era él mismo: el maquillaje tapaba las imperfecciones, el mostacho estaba bien cepillado y el uniforme le quedaba perfectamente: ¡Sí, esa era la imagen que debía perdurar!
En 1942, cuando la Segunda Guerra Mundial ya estaba quemando los confines del país, el tirano encargó a Serguei Eisenstein un largometraje sobre Iván IV el Terrible, su personaje histórico predilecto. Equipos escenográficos de varios millones de rublos se trasladaron a la retaguardia, donde debía desarrollarse la filmación. Eisenstein no aceptó el encargo enseguida. Tardó dos semanas en tomar la decisión, dificilísima, ya que el propio Stalin, de quien dependía la carrera profesional, e incluso la vida, de Einsenstein y de sus ayudantes, era quien al final daría el visto bueno. El dictador hacía todo lo posible para crear en torno al artista un vacío lleno de terror, incertidumbre, desconfianza y muerte.
El Ivan el Terrible de Eisenstein no gustó a Stalin. Se arrepentía demasiado de su crueldad y de los errores cometidos. Y era demasiado melancólico.
– ¿Qué son esos remordimientos? Este no es nuestro gran Zar sino un débil Hamlet. ¿Pero leyó usted siquiera un poco la historia? -preguntó Stalin al artista en el encuentro que tuvieron después de la proyección.
– Sí, claro que la leí -contestó Eisenstein.
¡Tremendo error! Según marcaba el protocolo, hubiera debido callar. ¡Aquello era el fin!
Stalin mandó cambiar el final: la película debía acabar apoteósicamente con la victoria de Ivan en una batalla. Eisenstien se negó a ello. Pero no abiertamente. No quería provocar la ira del caudillo. Simplemente decidió aplazar su regreso a los estudios con diversas excusas: el corazón, la enfermedad o cualquier otra excusa. En realidad el maestro estaba esperando la muerte que, según le habían presagiado, se produciría cuando él cumpliera 50 años. Y la muerte fue puntual.
Es posible que este desenlace dejase a Stalin bastante desconcertado: ¡El insensato había incumplido una orden suya y él no mandó que fuese ejecutado!
“Ivan el Terrible” no fue modificada. ¿Volvió a verla Stalin? ¿Adivinó el mensaje que quiso transmitirle el maestro Eisenstein? En la película, Ivan, roído por el arrepentimiento, reza y pide perdón de rodillas delante de varios iconos. Esta es la imagen que ha perdurado. Queda por ver si dentro de algunos siglos otro cineasta se comprometerá a hacer una historia filmada, esta vez de la vida de Stalin, un Stalin arrepentido, rezando a Dios para que le perdone los pecados. El tiempo pasa y, con la ayuda de los que siempre sufren, borra las huellas de los crímenes de aquellos que no merecen el calificativo de humanos.