
Adivina adivinanza
El profesor moderno es muchas veces una especie de payaso cuyo papel en las aulas ya no es el de enseñar, sino de caer bien a sus alumnos. ¿Qué puedo hacer, en estas condiciones, para que mis alumnos estudien, a ver? Al cole ya no se viene para eso. Se viene para cualquier otra cosa; para pasar el rato, para cachondearse de los profes, para sacarse instantáneas sugerentes durante la clase. Y, claro, si le hago ver al pequeño sinvergüenza que esto o aquello no está bien, el pequeño sinvergüenza es capaz de mandarme a paseo porque en casa tiene un padre -o una madre- que no para de estimular su personalidad ni un momento, acogiendo con aplausos, ¡olé!, cualquier maldad que se le pase por la cabeza.
Pero me he adaptado. Me he adaptado lo suficiente -creo- como para que el Alzheimer no empiece a tocarme el cerebro demasiado pronto. Me hago el imbécil y babeo, por ahora, de forma controlada.
Pero, sin embargo, hay algo que me fastidia. ¡Que me fastidia de verdad! Me fastidia que me consideren responsable de que la cosa vaya mal, responsable de que los enanos no estén instruidos ni educados. Responsable de que lo que trato de enseñarles en los pocos minutos de relativa disciplina al final no les sirva para nada. A mí, que soy quien trabaja, quien se mancha de tiza y tinta las manos y la ropa, corrige exámenes y hace todo lo posible para hermosear la nota para que el renacuajo maleducado no sufra.
Soy yo quien, al fin y al cabo, intenta poner un poco de orden en este caos, quien aguanta la sinvergonzonería de todos.
Y ahora va la pregunta. ¿A quién creen que beneficia el que seamos todos unos imbéciles? ¿Adivinan la respuesta?