La tregua del recreo ya ha terminado.
Voy por el pasillo con la carpeta de las listas de clase bajo el brazo.
– ¡Hola!
– ¡Hola!
Algunos alumnos saludan, otros me mandan a tomar por culo. Democracia. Un enano que corre como un loco, choca conmigo y me larga un cabezazo en el vientre, dejándome sin aliento. Consigo recuperarlo en un par de segundos. Aquí no pide perdón ni la madre que lo parió.
– ¿Te duele?
– ¡Aparta, tío, que tengo clase!
¡Aguantar! Hago lo que puedo para que no se me note el cabreo. Entro en el aula.
– ¡Hola! ¡HOLA!- repito para que me oigan.
¡Joder, qué mala leche! Están de espaldas y no me hacen ni puto caso. Me darían de hostias si pudieran.
¡Aguantar!
Miro el reloj. Cuarenta y cinco minutos, negros como un abismo. Abro la carpeta para pasar lista, mi única arma contra ellos. Empiezo.
– ¿Quién falta hoy?
Me miran con aburrimiento. Ya sé que se cagan en mis muertos pero debo aguantar. En otro colegio a un colega antipático le han dado de hostias delante de todos y lo han grabado en el móvil.
La puerta se abre de golpe. En el quicio aparecen un alumno y una alumna. La alumna mordisquea un bocata grande como un libro de texto. Me mira y dice:
– ¡Coño! ¡Si el profe ya está aquí!
El alumno le da un empujón. Le da fuerte, para que se entere. El monumental bocadillo vuela por el aire, pesado como un aeroplano, y aterriza sobre la carpeta con la lista de los alumnos. Jamón, queso fundido, lechuga, mantequilla. En el lugar del impacto queda una mancha pringosa. La alumna se da la vuelta y suelta una bofetadada a su compañero ¡plaf! como sólo las chicas saben hacerlo: a lo bestia.
– ¿Qué pasa contigo, tía?- chilla histérico el alumno.
A los demás la cosa les pone de buen humor y se ríen a carcajadas.
¡Aguantar!
– Bueno- digo-, no pasa nada. Lo limpio yo. Id a vuestros sitios. No perdáis más tiempo.
Consigo poner un poco de orden. Miro otra vez la hora. Treinta y cinco minutos. Diez minutos se han volado ya de la clase. Y también de mi vida. Escribo en la pizarra “Miguel de Cervantes Saavedra”. Con letras grandes y claras para que se vea bien. Rumores, pedorretas, eructos desde la base del estómago, algún que otro ruido de chicle que estalla. Carnaval.
Me doy la vuelta para ver el panorama a mis espaldas. Una alumna ha sacado un yogur de la mochila y se lo zampa con una cucharita de plástico, slurp, slurp. Me mira por si acaso. Sus ojos tienen la misma expresión vacuna que aparece en el anuncio del yogur. ¡Cuida ese vocabulario, joder! A otro colega demasiado sensible le fastidiaron la reputación sólo porque se atrevió a llamar “maleducada” a una niña que se puso a pelar una naranja ante sus propias narices. Resultó que era diabética, y su padre denunció al profesor ante los tribunales.
– ¡Qué hambre!, ¿eh?- digo intentando sonreír para facilitarle la digestión.
¿Me lo dices a mí?, puedo leer en sus ojos vacuos.
Las agujas del reloj indican que me quedan veinticinco minutos. He llegado a la mitad del río. ¡Aguantar! ¡Seguir nadando!
A mi lado, un alumno se descojona de risa mientras le dibuja al Cervantes de la portada del libro unas gafas de sol, un cigarrillo en la boca y una gorra de béisbol de Versace.
Me pilla totalmente por sorpresa.
– ¿Qué haces?- consigo articular.
– Lo he mejorado bastante, ¿no le parece?
Me cago en… ¡Calma!
– Vamos a ver, muchacho, resulta que este libro vale mucho dinero. Es una donación del Ministerio de Educación de España.
– ¿Misterio de qué? Le pasaré la factura a papi, no se preocupe.
Una bolita de papel me da en la cara y cae a mis pies. La cojo del suelo. La abro y la leo: “El próximo recreo en el cuarto de baño. Hoy llevo preservativo”. No creo que sea yo el destinatario. Miro alrededor buscando al culpable, pero llego tarde. Dos alumnos de la primera fila empiezan a insultarse. ¡Pelea! Lo estoy oliendo y me voy acercando. Los demás se olvidan de sus propias burradas y los están animando con gritos de guerra: “¡Venga! ¡Dale! ¡Rómpele! ¡Arráncale! ¡Cabrón! ¡Por mi madre que te parto los huevos!”
Intento separarlos, procurando que no me den también a mí.
Diez minutos.
Esto es el caos. Algunos lo están grabando con el móvil. Me compongo la camisa con un gesto maquinal, para quedar bien. Sé que voy a salir en un vídeo.
Toca el timbre.
Me siento pisoteado como si hubieran pasado sobre mi cuerpo muchos pares de botas camperas. Al salir me doy cuenta de que no les he puesto deberes.
Junto a la ventana me está esperando un señor calvo y con gafas. Me mira con ceño fruncido.
– Soy el padre de una alumna suya. La semana pasada le puso un cuatro. ¿No le parece que es usted demasiado exigente? Mi hija estuvo al borde de un ataque. Me voy a quejar donde corresponda. ¡Usted me va a oír!
Siento que pierdo todas mis fuerzas. Hace unos días dieron una noticia horrible: una alumna se había suicidado. Tras una investigación superflua, los periodistas decidieron que lo hizo por culpa de las malas notas que le había puesto un profe muy despótico.
– Tranquilo- le digo al padre preocupado-. Si le parece bien, le cambio el cuatro por un diez. No puedo hacer más.
El hombre me mira como si viera caer las Torres Gemelas.
– Yo no pretendía eso. Tan sólo quería…
Ya no oigo lo que dice. He echado a correr escaleras arriba No quiero saber nada más. Tengo diez minutos de tregua hasta la clase siguiente. Diez minutos de estar tranquilo. Diez minutos de vida.