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En las clases de Historia de España, en la Facultad, nos contaron bastante poco sobre la División Azul. No mucho más de lo que un estudiante soviético debía saber: que juraron lealtad al Führer. La raya entre malos y buenos estaba trazada con claridad: a un lado Hítler, Franco y la Falange y, al otro, Stalin y todos los generales del Ejército Rojo.
Para los soviéticos aquellos divisionarios eran un enemigo más a combatir. Formaban parte de la cruzada internacional organizada por Occidente en contra del joven estado socialista. Según se puede leer todavía hoy en las fuentes rusas (no muchas hasta el momento), el contingente español fue menospreciado desde el principio por los altos mandos del Ejército Rojo y de la Wehrmacht. Al soldado español se le describe sumariamente como morenucho y desaliñado, en una mano el fusil mal engrasado y en la otra una guitarra destemplada; también algo juerguista y ladronzuelo de alimentos, indisciplinado y a menudo irrespetuoso con sus comandantes, pero nunca cobarde. Está dotado de un valor natural, no impuesto por las órdenes. Es misericorde con la población civil y hasta simpático con los niños, de quienes los Pacos y Pepes se solían rodear cuando iban paseando en carros por el pueblo.
Los pocos testigos que aún quedaban, hace unos diez o quince años, contaban que las tropas españolas no llegaban en camiones o motos como los alemanes, sino en carros destartalados tirados por caballos o bueyes. Desabotonado el uniforme, venían ligeramente achispados, alegres, cantando y tocando las guitarras. Su llegada parecía más bien un desfile de algún carnaval mediterráneo o de algún circo itinerante. A pesar de que las normas alemanas lo prohibían, hacían enseguida buenas migas con la población, cambiando cigarrillos o chocolatinas por alimentos frescos y haciendo guiños a alguna que otra moza especialmente atractiva. Su misión estaba clara desde el principio: venían voluntariamente a librarlos a todos de la tiranía del comunismo, para volver luego a España con la satisfacción del deber cumplido. Los españoles participarían en las procesiones religiosas, trabajarían codo a codo con los campesinos en los campos, ayudarían a remendar casas y establos, se emborracharían en fiestas pueblerinas y bautizarían callejuelas con sus nombres.
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Pero este ejército, a primera vista tan entrañable, estos mocetones alegres, de ojos negros y pestañas largas, llevaban uniforme fascista, con águila y esvástica en el pecho. Combatiendo al lado de los nazis combatían por el nazismo, y debían ser tratados como enemigos invasores. El repliegue del Ejército Rojo, aconsejado por la experiencia de otras guerras, acabaría con una tremenda ofensiva y la acometida sería feroz. El derroche de material y de vidas humanas alcanzaría proporciones inimaginables. Los intrépidos voluntarios morirían defendiendo sus posiciones: ¡Por eso eran españoles! ¡Aquello no era nada! ¡Por allí no pasarían!
¿Enemigo? Sí, pero no enemigo total ni tan odiado como los alemanes (o como los rumanos, por ejemplo, otros cruzados de una causa perdida de antemano). Tal vez porque en el país de los soviets el recuerdo de las Brigadas Internacionales seguía aún bastante vivo y no atinaban a diferenciar claramente un falangista de un republicano. Hubo, al parecer, muchos simpatizantes con el régimen comunista que decidían cambiar de bando. Dionisio Ridruejo, autor respetado en Rusia, en sus “Cuadernos de Rusia” los llama “pobres ingenuos”. Según él, desconocían la dimensión de la paranoia estalinista. Y, en recompensa por su idealismo, fueron enviados a engrosar los convoys de presos rumbo a los gulags.
¿Pero sabían combatir estos “aventureros del Mediterráneo”?. Parece que sí. Y no hay ningún testimonio que nos sugiera lo contrario. Dionisio Ridruejo habla de “cantar y acometer con machete calado, un truco consagrado entre los nuestros por la buena experiencia”. Con ello conseguían impresionar mucho a los soldados soviéticos que venían con ¡hurras! atronadores, en oleadas sin número. Resulta impresionante la terrible anécdota –¡de película de Hollywood!- del capitán Palacios: una vez agotadas todas las municiones ordenó a sus hombres repeler a los soviéticos a base de bolas de nieve, gritando, tal vez, para animarlos ¡Otro toro!, consigna que utilizaban cuando había que rechazar otro nuevo ataque.
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La expedición de los falangistas españoles en Rusia tuvo una trayectoria desafortunada. La gran exaltación que dominaba a todos aquellos que, con optimismo, se enrolaban en la división en julio de 1941, se tornó en desaliento a los pocos meses de haber llegado a la patria del autor de “Guerra y Paz”. La guerra, tal como la conocían la mayoría, la guerra civil o la guerra de Marruecos, no se parecía en nada a la guerra rusa: los inmensos espacios nevados y el frío insoportable, de hasta menos 35 grados en invierno; el calor húmedo y las plagas de mosquitos en verano; en primavera la rasputitza, asquerosa e imposible de comprender para un español, un deshielo que convertía el suelo en pasta pegajosa que llegaba hasta las rodillas y llenaba las botas; el sentimiento de soledad y abandono incrementado por la vastedad del entorno; la hostilidad del paisaje de aquella zona boscosa de las cercanías de Leningrado. Y a todo ello se sumaban los ataques bárbaros de la artillería soviética que lanzaba lluvias de acero encendido.
La marcha triunfal prometida se convirtió poco a poco en una guerra estática, que consumía la energía y machacaba los nervios, hasta la desesperación. Ni los paquetes con chocolate, galletas, turrones y vino que la patria les enviaba de vez en cuando conseguía animarlos. Al contrario, desacostumbrados como estaban ya a comerlos, acababan empachados y con horribles dolores de estómago. Las canciones animosas con las que habían salido de España (Rusia es cuestión de un día/para nuestra infantería) se tornaron en cantos lánguidos y melancólicos como el paisaje que los rodeaba. Llegaron incluso a poner letra en español a melodías rusas y a cantarlas como propias.
La retirada de los azules fue decidida en septiembre de 1943 pero los últimos expedicionarios regresarían once años más tarde, en 1954, a bordo del barco Semíramis que atracaría en el puerto de Barcelona un día de principios de abril. Estos españoles pudieron conocer, además, los horrores de los gulags, donde, según contaron algunos supervivientes, fueron tratados peor incluso que otros reclusos, por culpa, al parecer, del mismo carácter indomable español. Y aún así sobrevivieron. Vencieron uno a uno a todos los toros que les fue soltando el destino, de pie, en una mano el fusil mal engrasado y en la otra una guitarra destemplada: heroicos y humanos a la vez.
Soy un profesor español que he escrito varios libros sobre la División Azul. He leido con sumo interés su artículo. No puedo decir que lo comparta, pero aprecio muchisimo su interés por un acercamiento objetivo al tema. Soy consciente, sin embargo, de que el punto de vista de un español y de alguien nacido en la antigua URSS dificilmente pueden coincidir en este tema (de hecho, hay muchos puntos de vista entre los mismos españoles sobre la División Azul). Si le escribo es para decirle que si, por la razón que sea, está usted interesado en profundizar en el tema de la División Azul, me tiene a su disposición.
Hola, Carlos. Me alegro de que hayas leído mi artículo. Mi acercamiento al tema es bastante superficial. Objetivo (gracias por llamarlo así) lo es sólo en el planteamiento.
Me interesaría saber qué es lo que no compartes porque sí que me gustaría conocer más sobre el tema. No soy un investigador, por eso lo he tocado con mucho cuidado para no herir a nadie.
Gracias por tu interés. ¡Qué bueno es enterarse de que aún hay personas interesadas en estos asuntos!