El último brindis
La culpa de que se desmadre la clase la tiene el profesor. Siempre. Al menos en este país. Y si va y se lo dice al director, este es capaz de responderle:
– ¿Y qué quiere que haga? ¿Que vaya yo a dar las clases en su lugar?
Y el pobre vuelve con el rabo entre las piernas. Las bestias lo están esperando con los colmillos afilados.
– ¿Qué pasa, quejica? ¿Ya has vuelto?
Las torturas aumentan en intensidad. Se bajan los pantalones y le enseñan el culo, le escupen o se ponen notas ellos mismos mientras otros le amenazan. Y así día tras día. Para sobrevivir, el profesor empieza a reír sus bromas babeando como un imbécil.
Con ocasión de alguna fiesta recibe algún regalito barato: una tradición antigua, pero vigente en estos tiempos modernos. Y con eso piensa que sus verdugos, al fín y al cabo, no son tan malos.
El curso escolar llega a su fin. El director suelta un discurso en el salón de actos. Ha habido luces y sombras, dice, pero todo se acabó felizmente. Enhorabuena y muchos éxitos en el futuro. Aplausos, por supuesto. Clic, clic de cámaras. Fotos. Padres felices, ramos de flores y mucho rollo positivo.
Recibe una invitación para el banquete de fin de curso. Como el restaurante está fuera de la ciudad y él no tiene coche, coge un tranvía y se apea en la última. Pero aún le pilla bastante lejos. Pasa de coger un taxi y el último tramo lo recorre andando. Llega cansado, los zapatos llenos de polvo.
Frente al local, coches aparcados en fila de los cuales van saliendo sus alumnos y alumnas. Trajes caros, corbatas elegantes, vestidos Dior o Versache, tacones, peinados relucientes y perfumados.
– Fijaos, ha llegado –dice por lo bajini un bribón vestido de smoking. Enciende un cigarrillo largo y fino de color marrón-. ¿Habéis visto qué pinta?
El profesor entra en la sala y se sienta a la mesa al lado de sus colegas. Se fija en la flor roja y enorme colgada del vestido de una de sus compañeras y aventura un piropo algo dulzón. La compañera se lo agradece y el ambiente se distiende un poco.
– ¡Qué guapas están las chicas! –dice la compañera mientras las admira embobada. Y sabe que algunos vestidos de princesa que estrenan valen dos o incluso tres sueldos de profesor.
Ligeramente achispado, el profesor sale a mover el esqueleto. ¡Ole! Los alumnos le rodean y le animan.
– ¡Joder, profe! ¡Cómo baila!
Me aprecian, piensa el profesor, y sus movimientos son cada vez más enérgicos. Risas, aplausos y silbidos. Esta noche, sin duda, él es el rey de la pista.
El final es apoteósico. Confiado y sin complejos se deja felicitar y abrazar. Es el momento de la tarta y entonces un gracioso le aplasta en la espalda un trozo de pastel dulce y aromático. Risas y todo lo demás.
Debo haber dicho algo divertido, piensa. ¡Qué majos!
Llega el momento de la despedida. Caras aburridas, sonrisas coyunturales, abrazos y besuqueos automáticos.
– Adiós, profe. Bonito traje, ja, ja, ja. Lo llevaríamos en el coche pero no queda sitio.
– Gracias. No pasa nada. Adiós y mucha suerte.
– Vale, vale.
El profesor se va, andando solo por la acera. Da con los pies contra un bache y está a punto de caer y sufrir un esguince. Piensa que ya no sirve para esos trotes. Los coches le adelantan a toda pastilla. Una ventanilla se abre y una botella medio vacía vuela y se hace añicos a sus pies. Alguien, un ex alumno, le grita algo que él no oye muy bien.
Debe ser el último brindis.