Gordon Ramsay, el famoso cocinero inglés, nos propone para la Nochebuena una receta de pavo relleno, con mantequilla y no sé cuántas cosas más. Cuando ya está casi listo, recubre cuidadosamente el bicho de lonchas de bacon y lo vuelve a meter en el horno donde lo deja una media horita más. Gordon lo llama “Arbol de Navidad”, debido probablemente a la cantidad de ingredientes que utiliza para su preparación y a las franjas de bacon colocadas horizontalmente, que recuerdan las guirnaldas.
Uno solo de todos los ingredientes bastaría para alimentar decentemente a un hambriento y hacerlo feliz: un trocito de pavo, una loncha de jamón con unas pocas cebollitas en aceite, una fina capa de matequilla en una rebanada de pan, una naranja, etcétera.
El pavo del chef británico es indecentemente exagerado. Es el espejo de nuestro modo de vida. El continuo deseo de satisfacer los apetitos ha adormilado los reflejos del sentido común: un fresón no sabe a nada sin un baño de nata con azúcar; una manzana no se puede comer si con ella no se ha hecho previamente una tarta; el queso rallado no debe faltar en ningún plato ya bastante rico en otros ingredientes. Todo debe estar súperdulce, megajugoso, extracrujiente. Esto no es comida. Son caprichos estrambóticos de quienes no encuentran ningún placer en lo sencillo.
La felicidad es una sustancia adictiva; queremos que la sensación que nos provoca se repita más, y más, y más. Los tiempos dorados en que vivimos, sin guerras, hambrunas ni éxodos penosos, nos brindan posibilidades materiales que no han existido nunca en la historia europea. Por fin el hombre puede sentirse hombre y no perro callejero. ¿Queremos más? ¿Buscamos acaso la súperfelicidad? Yo no apelo a un sentimiento de culpa. Me pregunto simplemente cuánto nos va a durar la abundancia.