¿Cómo es posible que no lo sepas?

¿Cómo es posible que no lo sepas?

Es algo que nuestros hijos oyen cada día que se encuentran en clase o cuando repasan los deberes del cole con un profesor que, en teoría, debería ayudarlos a que lo supieran.

Digo “en teoría” porque en la práctica las cosas son un poco diferentes. El aprendizaje es un camino sin fin que dura tanto como nos toque vivir. Se aprende de cualquier cosa, incluso de una caída sobre el hielo en invierno. Si hubiera caído de otra manera, la espalda, el brazo o la rodilla no me dolería tanto. Pero ¿cómo caer de otra manera si todo pasa tan rápido?

Hay una teoría incluso para eso, pero en la práctica, como ocurre siempre, las cosas son bastante distintas. Y es entonces cuando nos damos cuenta de que el pensamiento no nos ayuda, de que la mente no sirve, de que más bien nos estorba. ¿Por qué no somos como los gatos, por ejemplo, que, según dicen, nunca se rompen nada cuando se caen?

Las caídas deberían ayudarnos a ver nuestras limitaciones. Y también las limitaciones intelectuales; no se puede saber algo que no se haya aprendido antes, que no se haya explicado una y otra vez, siempre con paciencia.

Por eso digo que, antes de abalanzarnos sobre nuestros hijos, o sobre los hijos de otros con esta inútil pregunta, deberíamos saber si las cosas les fueron explicadas de forma correcta y si ellos las entendieron. Porque somos nosotros los que ponemos cara de bobos cuando les decimos: “¿Cómo es posible que no los sepas?”

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