Yura
El nuevo era delgado y llevaba un uniforme limpio. Se veía una camisa muy blanca y bien planchada. Una boina del mismo color en la cabeza le caía graciosamente sobre la frente. No parecía nada distante aunque tampoco parecía ansioso por conocer en seguida a sus nuevos compañeros. Tenía una cartera de color rojo de buen aspecto, seguramente extranjera.
Estudiábamos en un colegio mixto ruso-moldavo y ya se hablaba de la construcción de un edificio nuevo para los alumnos rusos. Aunque las relaciones entre rusos y moldavos no eran malas, esa idea, en secreto, nos ponía a todos bastante contentos.
Los rusos eran más corpulentos y más salvajes que nosotros, los moldavos y nos parecían más hombres. Iban siempre en grupos, sabían beber alcohol, fumaban y se les veía con chicas libertinas que a nosotros nos daban miedo. Se metían fácilmente en peleas y sabían pegar puñetazos duros que destrozaban la cara. Si nosotros, al ver sangre, nos deteníamos, a ellos la sangre les incitaba a seguir pegando para rematar a la víctima.
Entre todos destacaban claramente Yura y Shurik. Ambos dominaban por su fuerza bruta. Rompían ladrillos con el canto de la mano, tablas de madera con la cabeza, mandíbulas con los puños. Se rumoreaba que Yura era más fuerte que Shurik, pero nadie los había visto nunca pelear entre sí. No se agredían ni se insultaban. Se toleraban mutuamente sin hacer ruido.
El nuevo se mantenía apartado. Saludaba de vez en cuando y si alguien se lo preguntaba, decía cómo se llamaba.
Los rusos lo fueron rodeando en silencio. Algo les había llamado la atención: el uniforme limpio, la camisa planchada, su boina blanca que le caía graciosamente sobre la frente o su cartera roja, de buen aspecto, seguramente extranjera. Alguien le empujó; luego le empujó otro y después empezaron a empujarle todos, a tirarle de su uniforme y de la cartera. El nuevo, aturdido por el gran número de chicos que le atacaban, apenas si conseguía defenderse. Le quitaron la boina y la lanzaron muy lejos. Y en aquel instante apareció Yura.
– ¡Dejadle en paz, hijos de puta! –gritó apartando con violencia a los que encontraba en su camino.
La jauría humana desapareció en segundos. Yura y el nuevo se quedaron solos. El nuevo intentaba componerse el traje y la camisa con gestos ligeramente temblorosos. Yura recogió del suelo la boina, la sacudió y se la dio. Era bastante alto, aunque no mucho más que el nuevo.
– Yo soy Yura. Tú, ¿cómo te llamas?
El nuevo dijo su nombre.
– Tranquilo –dijo Yura-. Estos ya no volverán a tocarte.
Unos quince, o tal vez veinte, años después volví a ver a Yura en el mercado de Kishinau. La misma espalda que conocía aunque mucho más ancha, los mismos puños, pero mucho más grandes, la misma cara mucho más madura. Jugaba a las cartas en el interior de un furgón de mercancías en compañía de una gente de dudosa pinta. Lo reconocí en seguida. Quise acercarme para saludarle y decirle que yo era aquel muchacho nuevo que él había defendido en el colegio hacía tanto tiempo, pero no lo hice; no me acerqué. Algo así como un susurro me decía que no debía tocar aquel recuerdo.