Cerca de la Facultad de Letras de la Universidad Estatal de Kishineu, donde estudié entre 1987 y 1992 la lengua de Cervantes y Quevedo, había un banco. No demasiado grande y sin respaldo, dos o tres barrotes de hierro y patas metálicas; una estructura sólida y carente de elegancia como todo lo soviético. Se hallaba a la sombra de un árbol frondoso de tronco sano y macizo. Allí solíamos quedar antes o después de las clases y allí matábamos el rato cuando decidíamos no ir. También allí empezaban las juergas, normalmente con un par de cervezas o una o dos botellas de vino. Se prolongaban luego hasta altas horas de la madrugada en algún restaurante, combinando gran variedad de licores y platos pedidos al azar –el estómago lo digería todo sin poner pegas- y terminaban casi siempre en casa de alguien, amigo o amiga, donde dormíamos adoptando posturas grotescas, totalmente vestidos y a veces incluso con los zapatos puestos. Al despertar tratábamos de recordar cómo habíamos llegado allí y si habíamos pagado al taxista. Otras cervezas –nada de café- para despejarnos, cigarrillos y a hacer planes para el día que acababa de empezar; dónde, cuántos y si disponíamos del dinero necesario. Si no disponíamos de dinero, se trataba de ganarlo honrada e inteligentemente, con la cabeza, o sea jugando a las cartas.
Guivi y Mircea –es decir Mauricio, si así lo prefieren- sabían muchos trucos. Yo tenía buena memoria. Normalmente les quitábamos la pasta a los compañeros más jóvenes, que encajaban las derrotas con resignación. Y de nuevo el banco era el lugar de cita. Se nos unían Viasti, Sasha, Andrei y Tolean, que tampoco llegaban con las manos vacías, y algunas chicas que cargaban con nuestros cuerpos y los metían en los taxis al final de la jornada.
Hace años di un paseo solitario por aquella misma acera y entré en la facultad. Era verano y estaba vacía. Epoca de vacaciones. Conversé un poco con un empleado de guardia. El alma se me despedazaba en pequeños recuerdos fragmentarios. Vi la pandilla en la entrada, fumando y riendo por cualquier cosa. Observé la sombra de un profesor especialmente querido al fondo del pasillo. Me enteré de la muerte de algún catedrático.
El empleado me dijo que estaban de obras, que estaban renovando las aulas. Subí, sin embargo, porque quería verlas. Las mesas y las sillas parecían las mismas de antes. No advertí ningún cambio significativo. Salvo uno, claro, muy mío y muy inconfesable: no habíamos sido nosotros los alumnos que se habían sentado en esas sillas durante los últmos diecisiete años.
Recorrí luego el pasillo. Una de las puertas cerradas con llave daba paso al auditorio –o en lo que se había convertido el auditorio en nuestra ausencia- donde escuchábamos textos literarios grabados por españoles refugiados en la URSS tras la Guerra Civil española. Aún recuerdo las voces expresivas de aquella especie de actores radiofónicos que así se iban ganando el pan en su nueva tierra.
Cuando acabé la visita, le estreché la mano a aquel señor que se aburría. Seguí andando en dirección contraria y me detuve: delante de mí estaba nuestro banco. O tal vez sólo un recuerdo, detrás de una gran valla de hierro forjado, imposible de salvar, puesta allí por una gran compañía privada. El capitalismo, que cayó sobre todos nosotros como un huracán que se lo lleva todo, devoró al banco y, junto a él, al árbol frondoso de tronco sano y macizo.