Dos noticias sobre una sola muerte
Una de las mayores satisfacciones que me ha traído la obtención del “Premio Francisco García Pavón de Narrativa”, consistió en que viejos amigos de mi época de estudiante en la Universidad Estatal de Kishinau volvieran a dar conmigo más de veinte años después. En momentos así uno se pregunta, claro, cómo es posible que haya pasado ya tanto tiempo.
El primero que me llamó al teléfono del centro donde desempeño mi actividad docente como profesor de castellano fue Vadim, residente en Praga, exitoso ejecutivo en una empresa checa. “De modo que eres escritor” etc. Un mes y pico más tarde me encontraron Ruslán y Andréi que tampoco se explicaban, mientras brindábamos juntos en un restaurante de Bucarest, que yo fuese scriitor y encima escritor en español. “Menuda extravagancia, hermano”. Y entre copa y copa nos fuimos acordando de nosotros.
Y también de Guivi.
Slava –Guivi lo llamábamos entre nosotros debido al aire, ligeramente caucásico, a nuestro juicio, de su figura- murió en el 94. Tenía veinticuatro años. Me lo contó un camarada que se dejó caer por Bucarest no sé por qué motivo.
– ¿Pero cómo que murió?
– Sí. Han dicho que el corazón.
La muerte no puede estar tan cerca… ¡Somos tan jóvenes! Uno que cayó por el camino, pensé entonces.
En el 91 fuimos todos al mar. Cinco hombres y la novia rusa de Guivi. ¡Qué poco nos pesa el cuerpo cuando la conciencia aún está tranquila, libre de culpas reales o inventadas; cuando uno no se ha vuelto aún pesado y rezongón por nada; cuando aún se sufre por amor y se pasan por alto los dolores de cabeza que hostigan algunas tardes. Sí, así éramos nosotros a los veintipico años. La vida empezaba más o menos igual para todos. Aunque ya entonces apuntaban ciertos leves indicios de las rutas que íbamos a seguir cada uno, rutas que pueden ser rectas, sinuosas o laberínticas.
Cada noche hasta la madrugada había fiesta que empezaba en nuestra casita de madera y después se trasladaba a la orilla del mar donde nos bañábamos borrachos de alcohol y felicidad, celebrando, sin darnos cuenta, aquello que solo se vive una vez: nuestra propia juventud a los veinte años. Nadábamos hacia la luna cuya luz hipnotizadora nos unía con el cielo. Escondíamos avergonzados la mirada donde podíamos, arena, mar o cielo, cuando a la novia rusa de Guivi le daba de repente por enseñarnos sus tetas: “¡Chicos, mirad!” y cosas así. Una tontería, ¿a que sí? Pero al pobre Guivi no le hacían gracia sus ocurrencias y lo pasaba muy mal.
En el otoño del 91 se casaron. Una boda por todo lo alto, en el mejor restaurante de Kishinau. Con invitados importantes, coroneles y generales del ejército, gente bien. Los padres de ambos eran militares de alto rango. Me acuerdo de que, mucho antes de la boda, la novia de Guivi invitó a su casa a todos los de la pandilla. Nos zampamos entre tres o cuatro un bote de un kilo de caviar rojo de granos gordos. Lo comíamos a cucharadas grandes como una sopa.
Después de licenciarse, Slava trabajó en el primer casino que se abrió en la ciudad y empezó a ganar dinero. En cinco años de Perestroika empezamos a entender que se puede ser pobre o rico y que siempre es preferible ser rico. Pero para serlo había que ganar mucha pasta, algo que pocos sabían todavía cómo hacerlo.
En el 93 los caminos de todos se separaron para siempre. Slava eligió el más corto y el más desconocido.
– ¿Pero tú crees que murió de un ataque al corazón? –pregunté yo a Andréi aquella noche.
Andréi, copa en mano y cigarrillo entre los labios, me miró fijamente con sus ojos miopes y me dijo algo sorpendido.
– ¿Estás tonto, Robert, o qué? Nuestro Guivi se ahorcó, hermano.
El pitillo le tembló entre los labios y tuvo que sacudirse la ceniza que se desparramó en la camisa.