La última carta de Zelenski
Los que desatan guerras, hablan después de garantías para la paz y la seguridad. Es más, las exigen en tono firme, amparándose en las leyes que ellos mismos habían incumplido. Es decir que las garantías que esperan recibir los líderes europeos, no son solo para sus países sino también –o tal vez en primer lugar– para ellos a pesar de ser autores del desastre causador de cientas de miles de muertes.
Viendo el último encuentro entre Trump y Zelenski, celebrado el 18 de agosto de 2025 –escribo esto a 19 de agosto– uno que no es analista geopolítico ni experto en comportamientos ni tampoco periodista en ningún periódico importante, ha observado algunas cosas y ha sacado algunas conclusiones que no se propone especialmente compartir con nadie, que solo expone por escrito porque él mismo desea comprenderlas como ser humano que es.
He escrito bastante hasta ahora sobre el conflicto ruso-ucraniano, una veintena de textos, no alterados, en la medida de lo posible, claro, por una línea de prensa “proucraniana” y “antirrusa” a nivel mundial en los que proponía, de manera subjetiva, mi propio análisis de la situación como moldavo. Lo he hecho por amor a la tierra donde he nacido, donde tengo una casa que no pienso abandonar, una madre que aún vive, la tumba de un padre que ha fallecido hace poco más de un año y un cementerio lleno de ancestros relacionados entre sí con esos lazos de telaraña propios de los pueblos pequeños. El contenido de mis textos es subjetivo porque me coloco a mí mismo en el centro de los acontecimientos, ese punto desde donde no se ve la periferia, en el cual se sufren en carne propia las consecuancias de los sucesos.
Moldova es ese punto que sale en el mapa en forma de racimo de uva al revés –y que por eso se consideraba, poéticamente, proveedora de uno de los mejores vinos y coñacs de la antigua Unión– ubicado de manera discreta entre una enorme todavía Ucrania y una mediana Rumanía. Un espacio parecido a un animalito escondido en un trigal por donde pronto pasarán las máquinas segadoras.
Pues precisamente desde ese punto uno contempla, estupefacto, el desfile siniestro de todos esos creadores y alentadores de guerras que ahora, delante de todo el mundo, esperan garantías de seguridad ante un implacable avance militar ruso que ellos mismos han provocado. Y mi diminuta tierra se encuentra en el camino de ese avance. Por eso me considero en el derecho de llamar a todos ellos „cobardes hijos de puta” y no me importa que alguien me llame „grosero” porque esto es lo poco que me puedo permitir desde mi posición. Y para desahogarme todavía más, me alivio, en mi imaginación, sobre ese convoy de pérfidos enanos políticos encabezados por Zelenski a los que un enorme, en ese momento, Donald Trump concedía la palabra por turnos para que le dieran todos las gracias por la reunión en la Casa Blanca.
Un reducido a microorganismo Emacron no salía del asombro ante el aplomo de un eufórico Zelenski mientras este hablaba dirigiéndose a la asamblea y removiéndose sin cesar en la silla como alguien que ya ha recibido las garantías inesperadas por parte de los dos colosos, Trump y Putin: „Únete a nosotros, chaval, y deja plantados a esos payasos que han venido acompañándote últimamente. Con nosotros vas a estar seguro ante lo que se te va a venir ancima”.
Repito, es una observación personal y no me importa haber acertado o haberme equivocado. Zelenski, que tiene algo real que ofrecer, es decir a Ucrania, toda entera, en fianza por su propia seguridad y por conservar intacto el país, se pasa, en mi historia, al otro bando dejando en la cuneta a sus aliados que no tienen nada que regalar a las fauces del oso ruso.
Zelenski, el actor, juega en mi historia, eufóricamente su última carta de comediante que Putin ha sacado de la manga y Trump le ha pasado subrepticiamente por debajo de la mesa.
Eso, por ahora, y después ya veremos.


