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¿Puede la muerte dar de repente un sentido a la vida? La madre del muchacho moldavo que murió hace años en las protestas anticomunistas contaba, entre lágrimas, que su hijo había sido golpeado y torturado. ¿Y para qué? Nosotros, sin embargo, ya teníamos preparada la respuesta: ¡Murió por la libertad! ¿Por qué otra cosa podría ser?
Libertad, libertate, liberté, libertà, libertade, liberty, freiheit, cвобо́да, etc. Creo que muchos participantes en las manifestaciones de Ucrania lo hacen porque quieren ser libres. Tal vez la mayoría. Habrá un bando de especuladores, claro está, esos nunca faltan. Y algunos que se habrán ido porque ha ido el vecino, el amigo o una novia de armas tomar. Pero la mayoría quieren ser libres, no hay duda alguna. Ni por todo el gas ruso cambiarían ese sueño.
La Cвобoда ucraniana de estos días reúne todas esas pequeñas libertades del individuo: de actuar, de pensar, de reír, de cantar, de amar, de comer y de comprarse cosas. Las reúne todas en una sola: la libertad. Hay quien piensa que en su nombre hasta morir vale la pena. Y de hecho mueren por ella.
En el socialismo soviético no pasábamos hambre ni frío, pero tampoco comíamos en exceso ni nos bañábamos con rayos de luz eléctrica. Había una especie de límite, de freno a todo: al consumo, a la iniciativa, a la libertad de decir cosas y sobre todo a la comodidad del ciudadano. No nos daban ni mucho ni poco. Sólo lo justito para que nos diéramos por contentos y no se nos ocurriera que se podría tener más. ¿Éramos menos libres que un norteamericano o que un ciudadano de la Europa Occidental? Claro que sí, aunque no lo supiéramos. ¿Por qué? ¿Porque no podíamos consumir desmedidamente? No. Porque no podíamos elegir.
El adiestramiento de estos seres sin pretensiones, en quienes nos acabaron transformando, se llevó a cabo a lo largo de decenios de sufrimiento, lágrimas, deportaciones, gulags, ejecuciones sin juicio. Cuando estos seres llegaron a la edad adulta, los 20 o 21 años, la mía de aquella época, alguien consideró que una sociedad de millones de individuos que habían aprendido a vivir sin consumir no era buena. Fue como una explosión que lo hizo todo pedazos.
Todos nos volvímos como locos. Queríamos ropa con etiqueta, latas de Coca-cola o Tuborg, frascos de whisky, chicles y cigarrillos Camel. Éramos como indios engañados con baratijas y con aguardiente.
No sé si el mejor camino hacia la libertad es a través del gasto, ni si los ideólogos del cambio lo eligieron de forma intencionada. Hacerme esta pregunta ahora es inútil. Además sonaría un poco a hipocresía. Todos deseábamos ropa con etiqueta, latas de Coca-cola o Tuborg, chicles y cigarrillos Camel.
A principios de los 90 la Universidad de Kishinau envió a España, por vez primera, a un pequeño grupo de estudiantes. Hasta entonces al extranjero sólo iban los profesores. Estrictamente vigilados y controlados por las finísimas antenas de los servicios de seguridad. No he podido olvidar las caras de bobalicona felicidad de mis compañeros al volver a casa.
Otro amigo viajó a París. A su regreso nos impresionó a todos su camiseta con el dibujo dorado de la Torre Eiffel en el pecho. ¡Europa tenía que ser así, como esa torre dorada de la camiseta!
Empezamos a vivir nuestro particular sueño europeo. Con temor, como algo que se haría pedazos si nos atrevieramos a cogerlo con nuestras torpes manos socialistas, al parecer buenas sólo para sujetar hoces y martillos. Debe ser el complejo de atreverse a tocar algo bello, que en seguida se asocia con la bruteza.
Empezábamos a enterarnos poco a poco de cómo era Europa: de que las carreteras podían ser lisas y anchas, de que de noche podía haber mucha luz por las calles, de que los servicios podían estar limpios y perfumados, con papel higiénico blanco y suave. Por lo bajo diré que en la URRS no lo había en absoluto y el traserín se limpiaba con trozos de periódicos.
Vamos que Europa tenía pinta de fina y elegante. Nosotros en cambio éramos como gorilas que se hurgan en las narices y observan el resultado, maleducados por fuera e inocentes por dentro. Desconocíamos el olor de un buen perfume y olíamos a fábricas, a cooperativas agrícolas y a turbamultas obreras. Y de golpe, parecía que alguien, por fin, querría darnos algo bonito.
Ahora en los debates que vemos en televisión empieza a decirse que Europa ha sido un poco tramposa. En 2007, cuando Rumanía fue recibida en la CE no oí que nadie lo dijera, no escuché a ningún patriota euroescéptico. Nadie nos abrió los ojos para que pilláramos el engaño ni nos advirtió de que el Coloso Europeo, o CE y el Perverso Occidente, o PO, venían a robarnos el gas, el oro y los campos de cultivo. Nadie nos advirtió de que esas cosas se llamaban ¡riquezas! y nosotros teníamos que defenderlas. Porque ahora resulta que los ricos éramos nosotros.
Yo no sé si existe una libertad perfecta, es decir una libertad a gusto de todos. La mía es la que tengo ahora y la quiero disfrutar. Y lo voy a hacer también por ese muchacho moldavo que murió por conseguirla y por su madre, que se niega a entender por qué su hijo ha muerto.
(Publicado el 17/02/2014, en proscritosblog)