Esa libertad que fascina
El perro da brincos de contento y está feliz. Este chucho ha tenido suerte. Alimentado, acostado y cuidado como un bebé. Como un bebé afortunado, quiero decir, porque los hay en este maldito mundo tirados por ahí como viejos muñecos de trapo.
Siempre limpito y con el pellejo blanco y brillante. Le dejan acostarse en la almohada de sus amos, puede comer de sus platos y si se hace pis sobre la alfombra no pasa nada.
Cuando lo sacan a pasear, echa a correr tras algún perro vagabundo que anda a sus anchas por donde le da la gana. Casi todos son unos ejemplares grandes y robustos, espinazo grueso y tórax desarrollado. Casi nunca se dan por aludidos y siguen su camino aparentemente sin rumbo determinado.
Nuestro chucho parece envidiarle esa arrogancia y también algo más: esa libertad de caminar hacia ninguna parte. Se le queda mirando, correa tensa al cuello y patas delanteras rígidas, listas para echar a andar. Esa libertad que no sabría enfrentar porque se moriría de hambre y de frío pero que, a pesar de todo, le fascina.