En mi vida he tenido que aprobar muchos exámenes, pero entre todos sólo uno me marcó de manera especial. No por la importancia que tenía en mis estudios, sino porque me enseñó que lo que tú te puedes tomar en serio, a otro le importa un pimiento. Y por eso siempre conviene estar preparado para las pruebas de la vida.
Era un examen de literatura universal. Mis colegas, Viasti y Guivi, también se examinaban de lo mismo, pero en dos departamentos diferentes: de inglés y de francés respectivamente. Yo tenía mucho cuidado en organizar bien mis apuntes; subrayaba en rojo el español, anotaba los libros rusos en azul y para el rumano utilizaba el color verde. Todo muy bonito y muy ordenado.
Dedicábamos la tarde a estudiar y preparar el examen. Empezábamos a la una y lo dejábamos a eso de las ocho. A las nueve más o menos (da igual la hora exacta: no quiero aburrir al lector con media hora arriba o abajo) nos íbamos de marcha hasta las cuatro de la mañana, y después dormíamos hasta las doce. Entonces nos parecía un horario normal.
Una tarde Viasti se acercó a la mesa de la biblioteca donde yo estaba sentado, me tocó el hombro y me indicó con gesto cómplice la hora que marcaba el reloj muy grande, colgado en la pared de enfrente: las ocho. Recogí mis trastos y salimos. Primero fuimos al parque de allí al lado, donde tomamos unas cervezas. No hacía mucho frío a pesar de que era invierno, y tampoco había nieve. Era un poco extraño; no se nos había unido nadie. Claro que aún no había móviles (eran principios de los 90 del siglo XX) para poder llamar a cualquier hora del día o de la noche.
Un pelín colocados, nos fuimos a un restaurante cercano, que tenía el curioso nombre de “El Enanito” (a los moldavos nos encanta usar diminutivos). Cenamos y tomamos vodka, coñac, vino y creo que también champán. Se nos colgaron unas pibas que a la hora de pagar se esfumaron. Pero nos lo tomamos con buen humor. Total, nos habían adornado la tarde con su agradable presencia. Cuando el camarero nos dejó sobre la mesa el papelito con las cifras de la factura, me acordé de mi cuaderno, el cuaderno con los apuntes para el examen. Lo busqué entre mis cosas, pero no estaba.
– No te preocupes –trató de tranquilizarme Viasti- llevo dinero de sobra.
– Que no es eso, hermano. Es que he perdido el cuaderno.
– ¿Qué cuaderno?
– El cuaderno de los apuntes.
Pagamos rápidamente y salimos.
Nos dirigimos directamente al banco donde nos habíamos tomado las cervezas. No había nada. Y cuando ya nos íbamos, me llamaron la atención unas manchas blancas al pie de unos matojos. Fui hacia allí y reconocí mi multicolor escritura en aquellas hojas de papel arrancadas que alguien había utilizado para limpiarse el culo.
Me quedé mudo ante aquel desastre.
Viasti, mientras tanto, se descojonaba.
(junio, 2011)