Cuatro líneas
- Si en mi época escolar los que tenían dificultades para fijar algo en la memoria eran dos o tres, en un grupo de treinta, hoy día solo dos o tres son capaces de aprender una poesía, no demasiado larga, una o dos estrofas de tres o cuatro líneas como mucho.
Cuando era niño, la variedad de informaciones que llegaba a mi cerebro era asombrosa. Me refiero, en primer lugar, a aquellas informaciones que no están desvinculadas de las sensaciones físicas o experimentaciones prácticas. El simple caminar de cada día hasta la escuela era una especie de exploración y descubrimiento incesantes. Examinaba árboles y pájaros, me detenía a contemplar el avance de algún escarabajo especialmente grande, seguía con los ojos la trayectoria de alguna mariposa o admiraba el trepar ágil de los gatos a los tejados. Una vez me detuve para observar, totalmente absorto, un apareamiento canino en plena calle. Una madrugada salí a correr y vi como un empleado de los servicios municipales disparaba con una escopeta a un perro vagabundo que trataba de escapar, enloquecido por el terror.
En invierno caía tanta nieve que parecíamos flotar en medio de un océano blanco. No obstante, esto no asustaba a nadie; las escuelas no se cerraban nunca y el pasatiempo infantil consistía en disfrutar inventando, sin cesar, juegos árticos. En verano el fabricar nuestras propias herramientas de juego formaba parte del propio juego. Hacíamos hondas para tirar piedras contra latas vacías de conservas; arcos y flechas para disparar al blanco; aros que semejaran volantes para imitar a los chóferes; columpios para colgarlos de las ramas de los árboles y balancearnos; petardos para las fiestas de invierno; flotadores, cañas y plomos para la pesca; vehículos rudimentarios provistos de cojinetes para deslizarnos por la acera y un sinfín de otros artilugios, artefactos y objetos útiles para jugar, entretenerse y divertirse. Los niños, chicos y chicas por igual, tenían rodillas y codos raspados, uñas rotas, manos y dedos cubiertos de manchas de todos los colores. Andaban despeinados, solo concentrados en inventar más y más cosas y ocupaciones.
¿Qué mundo era ese? El de una pequeña ciudad de la época soviética de hace décadas, llena de gatos vagabundos y perros callejeros, con escaso tráfico y bastantes árboles.
La memoria de un niño perteneciente al mundo en que nací yo era un espacio vasto y libre, no ocupado por nada que no nos fuese estrictamente necesario para nuestros estudios y nuestra formación como futuros adultos. No la contaminaban la publicidad, los juegos virtuales y las redes sociales, los dibujos animados aberrantes y las películas excesivamente violentas, ni por supuesto la pornografía. Los manuales escolares eran claros y sencillos; unían conjuntamente teoría y práctica y no hacían falta cuadernos de ejercicios, guías y otros materiales auxiliares recomendados para aprender. Además, teníamos que hacer muchas actividades prácticas. Como habíamos de estar siempre listos para luchar contra los Estados Unidos y el imperialismo occidental, en clases de enseñanza militar nos adiestraban en desmontar y montar rápidamente un Kalasnikov, a ponernos máscaras antigás, a lanzar la granada de mano, a disparar con carabinas de tiro a distancia y como tarea teníamos que tallar nuestra propia arma de madera. También recolecté semillas de acacia para las clases de botánica; cultivé frijoles para observar el desarrollo de la planta; limpiaba monedas con una solución que preparábamos en clase de química para que parecieran de oro; construí con otro compañero, para la clase de astronomía, un tubo telescópico; conduje un camión pesado que teníamos que ayudar a reparar porque se estropeaba muy a menudo. En verano trabajábamos en campamentos agrícolas y recibíamos una paga por nuestras labores.
Pero, sobre todo, nos ponían tareas que suponían memorizar todo tipo de textos, ya fuesen poesías, por regla general muy largas, que debíamos recitar en clase o en las fiestas escolares con padres y madres de invitados; o canciones y papeles para obras de teatro. Recitar no se consideraba una tortura, sino una normalidad.
Como profesor soy testigo, desde hace algunos años -calcularía una década- del deterioro cada vez más grave de la capacidad de fijar algo en la memoria de los alumnos. Si en mi época escolar los que tenían dificultades para hacerlo eran dos o tres, en un grupo de treinta, hoy día solo dos o tres son capaces de aprender de memoria una poesía, no demasiado larga, una o dos estrofas de tres o cuatro líneas como mucho. Olvidan incluso enunciados simples o preguntas sencillas que les haces en clase y se las tienes que repetir varias veces. Y ni siquiera entonces. La memoria de nuestros niños ha dejado de preocuparnos por completo. En cambio, nos interesa mucho más aumentar la memoria de los ordenadores, teléfonos y táblets.
La enseñanza actual, cada vez más igualada y uniforme, no parece estar interesada en crear en los futuros adultos mayores habilidades prácticas, y por otro lado parece empeñada en destruir las aptitudes mecánicas de la mente de guardar informaciones, de interconectarlas y de utilizarlas cuando haga falta. El esfuerzo de los profesores de desarrollar la capacidad recordatoria de sus alumnos choca contra el rechazo, a veces bastante violento, de los progenitores que consideran inútil, incluso dañino, el aprendizaje de memoria. Por eso cuando un niño me mira con unos ojos suplicantes, rogándome que, por favor, le deje en paz de una vez porque aprender de memoria cuatro líneas es para él una tortura, reconozco que yo también me encuentro bastante perdido.
Lamentablemente, los que os dedicáis a enseñar, opináis igual. Debe ser un poco frustrante hacer todo lo que está en vuestra mano para que los alumnos ” aprendan a aprender ” y no se vean los frutos . Apuesto a que cada día buscáis fórmulas nuevas para intentar motivar a los estudiantes. Os aplaudo !
Leerte hoy me ha llevado más de 40 años atrás, cuando realmente pasaban cosas como las que describes.. los bichos, la pesca, la puntería…
Que tiempos aquellos! Con misma edad y 40 años de diferencia, los jovencitos de hoy deben pensar que hemos vivido en otro planeta.
Lo que no sé ni quiero saber es montar un kalasnikof, no quiero verlo ni en foto.
Genial Robert ! Saludos
Un artículo que no sólo retrata una realidad social, sino que, además, resulta evocador y literario. Muchas gracias, Robert.