Los ladrillos que nos hacen más buenos

Fotografía en contexto original: 123rf

En verano cojo la maleta y me largo. A mi casa del campo, rodeada de hierba salvaje que hay que cortar a mano porque la máquina se atasca.

En un documental sobre casas revolucionarias, de esas sin ventanas ni puertas, puros ángulos que dejan que la luz entre de forma sinusoidal o algo así, el césped era sintético, que no hay que regar ni cortar, y la sombra la hacía un arbolito de plástico. ¡Qué barbaridad!, pensé. No falta ya mucho para que todos nuestros parques sean así, alfombras verdes que imiten la asquerosa hierba de antes y plantas artificiales con aspecto de matojos o arbustos que ensucian el suelo con sus repugnantes hojas en otoño.

Pero lo más novedoso consistía en que un hogar ya no era un hogar a secas, sino un “ambiente de socialización”. ¿Con quién? Con mi mujer y mi hijo, por ejemplo, en  mi caso.

Para este tipo de compenetraciones tengo otro ejemplo. De los de antes. De cuando toda una familia vivía en un  cuarto -porque no había otro-, comía del mismo plato, y casi que compartía la misma cama. En invierno a las personas se les unían los animales, para que no pasaran frío en sus establos; las dos cabras, el cerdo, el burro y las gallinas. Todo un belén, sí señor,  un belén lleno de armonía, ideal para compenetrarse todos, hombres y bestias. Que no me digan ahora que nuestros abuelos carecían de imaginación a la hora de crear bajo el techo de su vivienda el soñado buen rollo tan de moda en el siglo XXI.

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