Horizonte azulgualdo
La destrucción del mundo comienza primero por la destrucción del medio natural donde habitamos y casi al mismo tiempo se ensaña cuasi deleitosamente en dañar en todos nosotros la humanidad, sustituyéndola al principio por una especie de humanidad falseada y después borrando por completo también ese último intento de apariencia. Y ese deterioro se va notando progresivamente en todo: en la calidad de vida que uno ya hace tiempo que no relaciona principalmente con la abundancia de alimentos que, aunque en menor cantidad y de procedencia desorientadora, todavía no faltan. Ni con los precios que aunque cada vez más altos no han logrado todavía mermar demasiado tus posibilidades de consumo, nunca desmesuradas por cierto. Ni tampoco con la pérdida gradual de la salud que has venido observando en la gente, sobre todo desde que con el arma de la pandemia nos hayan golpeado. Es como si alguien, provisto de una varita mágica lista para hacer el mal, aplicase todo el empeño del que fuera capaz en estropear la alegría de vivir, ensuciarla y cubrirla de un lodo putrefacto y siniestro.
Y es que las cosas, en la perspectiva de uno, hoy por hoy -escribo esto en septiembre de 2024-pintan así.
A pesar de que ese rincón del mundo llamado Europa, aglomerado y generador de ilusiones que ya no se cumplen, todavía se esfuerza por conservar un decoro aún elegante, se oculta debajo de esta capa de bienestar engañoso la depresión, por ahora carente de solución alguna porque la población europea ha terminado por aceptarla sencillamente porque sí. Vivimos el deterioro de nuestro día a día como algo normal que no nos estuviese afectando de manera alguna. Y ni siquiera el dinero, ese bálsamo curalotodo al que nuestra sociedad ha atribuido propiedades extraordinarias de sanar males físicos y también del alma, ni siquiera él -el dinero, digo- consigue mejorar ese estado de cosas porque el daño poco a poco va llegando hasta el último chiribitil que uno, dominado por la desesperación de salvarse, ilusionadamente ocupa. Pongamos, por ejemplo, que con los ahorrillos en tu trabajo te compras una casita en un barrio o pueblo tranquilo y, sin embargo, apenas empiezas a disfrutar de la anhelada paz que el daño recala también allí y se instala quizás para siempre. Europa contempla atónita el perjuicio -muchas veces sin retorno- que le están causando y no hace nada para detenerlo.
Te das cuenta fácilmente de ello cuando el gasto público empieza a ahorrarse en primer lugar en lo último en que se desembolsa cuando un estado se considera ya lo suficientemente próspero: limpieza y cuidado del entorno, del medio ambiente. Calles que no se lavan, sótanos que no se desinfectan. Ratas y cucarachas gigantescas cruzan las aceras, moscas se posan encima de los pasteles que tal vez te apeteciera probar. Regueros de meadas cortan el enlosado, rincones sospechosos, húmedos y oscuros que apestan. Esto has visto tú en ciudades importantes que has estado visitando últimamente y que hace algunos años no eran así.
En todas las ciudades europeas donde me detengo a pasar alguna temporada en mis escasos recorridos vacacionales se nota algo así como un hastío soporífero cada vez más difícil de soportar. Amén de sucias y malolientes, con vegetación pobre o quemada por los rayos del sol en estos veranos que atravesamos ahora, abrasadores y pesadamente largos, están literalmente asfixiadas por obras de construcción y reconstrucción perpetuas que estrangulan la circulación convirtiendo un simple paseo en un recuerdo desagradable. Vallas, hoyos y fosas por doquier. Rutas públicas desviadas o anuladas. Transeúntes suspicaces que no responden preguntas sencillas de orientación por la ciudad. Que para eso está el teléfono e internet, oiga. La atención hacia el comprador indeciso en las tiendas muchas veces fastidiosa y ofensiva. Grupos numerosos de jóvenes -particularidad característica de las urbes españolas- que comen, tomas alcohol, van fumados y drogados, se insultan y hasta se pelean, mean en plena calle, dejan basura y restos de comida por todos lados. Panorama desde luego angustiante, desalentador. Te consuelas con alguna compra especial que has podido hacer pero nada más.
Afortunadamente uno tiene una casa en el campo y una madre que le espera. Pero es que veamos, tampoco el campo es lo que era. No rinde, no es verde ni fresco como antaño. Ya no queda hierba jugosa cual una alfombra gruesa y tupida revestía los pradales, alimento para rumiantes y lugar de juego y correteos de los niños. Por añadidura, se requiere un esfuerzo mucho mayor para la labranza y en el tiempo de la cosecha la pobre tierra, vapuleada por el sol y quemada por los bombardeos entrega solo un cuarto de lo que ofrecía antes. ¿Cuándo antes? Las cosas fueron empeorando gradualmente. Si en la infancia de uno para recoger la cosecha de todo lo cosechable, menos el trigo y el girasol, se decretaba la movilización general de empleados públicos, estudiantes de varias edades y también del ejército, hoy te las puedes solucionar perfectamente con un poco de maquinaria agrícola apta para la mies, girasol, colza, maíz, lo único que se cultiva. Explicable, además, dada la ausencia de mano de obra debido a la fuga de la población joven al extranjero. Y si hace tan solo algunos años todavía la parcela de mi casa habría podido alimentar a una familia numerosa con la cantidad y diversidad de productos que daba, hoy una sola persona, mi madre, no llega a cubrir sus necesidades alimenticias básicas. En invierno no nieva ni llueve y en verano solo de vez en cuando caen unas trombas de agua despiadadas que golpean el suelo cual si fuese un tambor haciéndolo duro como el cemento. Los pozos se han secado y se utiliza el agua pluvial. Sin embargo, las pocas lluvias que llegan a caer vienen ácidas y corrosivas, quemando hojas, tallos y frutas cuando las hay. Un amigo me mandó una foto con su huerto en Rumanía tras una lluvia así. Las hojas han quedado requemadas y para salvar el árbol fue preciso despojarlo del follaje dañado y de la fruta muerta en ciernes.
El territorio europeo está quemado desde Chernautsi, ciudad moldava en Ucrania, hasta Madrid, trayecto que uno conoce y ha recorrido muchas veces en el tiempo. El color dominante del contorno es el amarillo, un amarillo desfallecido que en la línea del horizonte se une al azul del cielo. El horizonte tiene el color de la bandera ucraniana: azulgualdo.